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Este es un mundo en el que todo ha sido explorado. En el que ya no queda territorio virgen.  Ni monstruos legendarios, ni héroes, ni tumbas ni sabios. Este es un mundo en el que muchos nos levantamos, trabajamos, ganamos dinero y compramos cosas que en realidad no queremos. Este es un mundo con el cual es fácil no sentirse demasiado satisfechos y del cual intentamos evadirnos, una y otra vez.

Soñamos con otras vidas porque no somos capaces de crear algo que valga la pena con la nuestra. Porque no podemos explorar ningún continente secreto, ni conocer a una tribu perdida sin toparnos a la vuelta de la esquina con un bazar de souvenirs horteras made in China.

Conocemos todas las cosas que nos rodean, las más lejanas y las más cercanas. Producimos y recibimos una cantidad ingente de información. Viajamos desaforadamente a cualquier parte de planeta para encontrarnos, como diría Miss Marple con que la naturaleza humana es igual en todas partes.

Pero nos desconocemos a nosotros mismos. Nos llenamos de cosas exteriores para no iniciar el único gran viaje que merece de verdad la pena: el viaje interior.

Desconocemos nuestros propios territorios, nuestros inmensos océanos, nuestros riscos salvajes y nuestros oscuros desfiladeros porque estamos demasiado absortos en lo que se produce fuera. Y lo que se produce fuera, a veces no son más que distracciones que se prolongan durante toda una vida. Se puede decir que el mismo amor, la misma vida es la evasión que utiliza el alma para sobrevivir al vacío. Una tele grande, con 3D y un buen montón de anuncios donde se nos condena a ser deseantes, pero no asertivos, ni activos…ni cambiantes.

Pero tarde o temprano, la televisión se estropea, o el tdt no pilla canales o estamos inundados de telebasura. Y podemos hacer dos cosas: comprar una televisión nueva o dar el paso adelante de una vez por todas y apretar el botón de off.

Entonces, sobreviene el silencio. Es momento de detenerse al borde del nuevo mundo. Nuestro Richard Burton interior está a punto de adentrarse en lo más desconocido de lo conocido y aunque por un lado se siente curioso (¡mi ser, el último territorio virgen!), por otro igual de acuciante, está muy acojonado.

En este nuevo mapa hay cosas maravillosas, pero también hay bestias. Y no son bestias legendarias: son mucho peores. Son las bestias del pasado y del presente que impiden que accedamos a los tesoros del futuro. No importa cuánto tiempo haya transcurrido desde que las encerramos; no se mueren de hambre, no envejecen y no se consumen. La única manera de vencerlas es recordar su existencia y pelear a muerte contra ellas.

Pero son sólo una parte de lo que se puede vivir en este nuevo mundo. Otras cosas esperan. A medida que avanzamos, cruzamos el país del dolor; y el desierto de la tristeza; el páramo de la desesperanza y el valle de la alegría; vadeamos el río de los recuerdos, el mar de las falsas expectativas y las marismas de la templanza. La mochila de explorador se va cargando de recuerdos y por cada recuerdo surge un nuevo lugar en este mapa infinito del alma.

Y un día, Richard Burton escucha hablar sobre un mítico lugar, del que no existe cartografía alguna porque ningún ser del nuevo mundo jamás lo ha encontrado. Es esquivo, como un sueño, y se dice repleto de tesoros infinitos. Pero no es la Atlántida, ni ElDorado ni la Fuente de la Eterna Juventud. Es la Felicidad.