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El enamoramiento químico tiende a durar no más de 4 años. Así determina la célebre antropóloga estadounidense Helen Fisher en su teoría del ciclo reproductor, en la que se señala el periodo en el que el cuerpo parece poner en marcha los mecanismos necesarios para el apareamiento y la crianza. Entre tanto, el cerebro genera un cóctel Molotov de dopamina y norepinefrina, las sustancias químicas del amor que nos mantienen en un estado entre psicótico, obsesivo y adictivo en relación con la persona amada.

Hay personas que viven literalmente enganchadas a este podersoo enganche químico y desgastan a pareja tras pareja, en busca del subidón definitivo: el también llamado, de forma tan poética como ingenua, «amor ideal». Ese amor que nunca aburra, que siempre mantenga la excitación y el romance del inicio, que no cambie, que no salte a otras etapas. Pero esta búsqueda se convierte en un imposible contrarreloj contra dos evidencias: que la «droga» cada vez produce menos efecto y que la vida, queramos o no, cambia constantemente.

También hay otras personas que toleran relaciones insatisfactorias, tormentosas o poco igualitarias en favor de esa supuesta enorme lucha que supone mantener un amor para siempre. Evidentemente conservar una amor exige adaptarse a una evolución constante, que en ocasiones no resulta sencilla: pero nunca debería llegar al punto en que se sienta más como una condena perpetua que como un compromiso que se renueva cada día.

Existe una corriente generalizada que toma como referencia estos estudios para demostrar que el ser humano no está hecho para estar con una sola pareja o que el amor no puede durar eternamente.

También existe la corriente opuesta que pone como ejemplo a matrimonios que mantienen relaciones satisfactorias y románticas durante toda su vida.

En mi opinión, hay una diferencia sustancial entre enamorarse una vez, o varias a lo largo de la vida y la adicción constante a los enamoramientos, al chute del amor, ese consumo desaforado de personas en busca de la dopamina perdida. Seamos más o menos monos, también somos aquellos que escribimos poesía, contruimos catedrales e inventamos dioses y héroes. Todo esto va mucho más de la química, e incluso de la física. Pertenece al territorio inexplorado del alma. Hay más cosas en la tierra y en el cielo de las que pueda soñar tu filosofía, le decía Hamlet a Horacio. Sea lo que sea, el ser humano está dotado para trascender. Y a esa capacidad de trascendencia, la llamamos amor.

Puede que el enamoramiento sea cosa de monos. Pero el amor es cosa de hombres. Uno es temporal: el otro es eterno.