¿Nos echan de menos alguna vez? ¿Les duele o continúan su vida como si nada? ¿Sufren o se sienten aliviados? ¿No tienen que hacer un duelo? ¿Por qué actúan como si les diese igual? En definitiva: ¿qué siente la persona que rompe la relación?

Muchas de las preguntas que siguen a una ruptura, giran en torno a lo que hace, dice, y experimenta en su fuero interno la otra persona. Nuestra cabeza empieza a funcionar como si fuese la máquina de descifrar Enigma: probamos todas las combinaciones, explicaciones y posibilidades que puedan existir para explicarnos el sentido del universo, si fue antes el huevo o la gallina y qué demonios hicimos para que alguien que nos quiso, ya no nos quiera.

Me habéis pedido en varias ocasiones una entrada que trate sobre los sentimientos de quien se marcha. Para ello, he tenido que traer al presente vivencias de mi pasado, hablar con diversas personas y condensarlo todo en un artículo que no cubre todas las variables, pero sí describe lo que nos sucede cuando dejamos, en líneas generales.

Evidentemente, hay matices en función de cada caso. No es lo mismo una buena relación en la que uno de los dos componentes ha dejado de sentir ganas o voluntad de estar con el otro, que un tortuoso amor tóxico plagado de sufrimiento. Vamos a centrarnos en primera instancia en lo que sería una relación más o menos normal.

Cuando se termina historia en la que ha habido cariño, respeto, amistad, ilusión y proyectos en común, la persona que toma la decisión, ha tenido que reflexionarla y pensarla detenidamente. La ruptura en realidad se viene fraguando tiempo atrás: lo que significa que ha vivido una larga racha de dudas, de comerse la cabeza, de llorar a escondidas, de luchar consigo mismo, de autoengañarse, de intentar aguantar y finalmente, de mentalizarse progresivamente de que la relación ha de ser finiquitada.

Una cantidad sustancial de personas pueden estar debatiéndose así durante años, agarrándose al flaco consuelo de puntuales momentos buenos y pensando que total, ahí fuera se estaría mucho peor. Por esta razón, la mayoría de las rupturas se efectúan cuando aparece una tercera persona. El pánico a la soledad, no a la soledad real, sino a la soledad interior de no ser querido, es una de las mayores fuerzas motrices del ser humano. Si uno se ha visto atrapado en una relación donde no era feliz y no ha sido capaz de dejarla, conocerá el asombroso poder paralizante de un miedo por el cual hacemos las más ímprobas hazañas y sacrificios, incluido nuestra salud y paz mental. Ni por amor hacemos lo que hacemos por miedo.

Cuando te planteas dejar una relación, tienes muchos pseudointentos. Entonces, te ves solo, te ves triste, empiezas a recordar los buenos momentos y de repente, te entra un ataque repentino en el que sientes que no puedes vivir sin esta persona.

¿Recordáis el experimento de Galvani? Este médico y físico tomaba una rana muerta, le aplicaba una descarga eléctrica y por unos breves instantes, se movía como si volviese a estar viva. Algo similar ocurre con los sentimientos: pueden estar muertos, pero la súbita descarga del pánico los retorna brevemente a la vida.

Cuando una persona derrocha promesas de amor repentinas y exuberantes tres días antes de romper contigo, está siendo víctima del efecto Galvani.

Las primeras emociones que aparecen cuando dejas una relación es el alivio, la culpa y el miedo.

Alivio, porque sales de un largo tiempo de dudas que te machacan y por fin tomaste la decisión; culpa, por el dolor que sufre alguien a quien amaste; miedo, porque podrías equivocarte.

El cerebro humano se apega a las sensaciones agradables. El alivio es una sensación agradable. Nos gusta sentirnos aliviados. Hasta ahí, todo bien.

Sin embargo, ni la culpa ni el miedo son sensaciones agradables. El cerebro humano crea subterfugios para huir de aquello que le genera malestar. Hay personas que intentan desplazar la culpa al otro: si tú hubieras cambiado, si me hubieras hecho más caso, si no tuvieses este carácter…

O de la misma manera, se autoinculpan con un martirologio digno de encomio, en lo que podríamos sintetizar con la archiconocida no eres tú, soy yo.

La huida es la respuesta más habitual ante el miedo. No me hables, déjame en paz, no me apetece darte explicaciones, etcétera…

Cuando una persona nos deja y pasan estas cosas, nos parece haber compartido nuestra vida con un completo desconocido. En realidad, no estamos hablando con la persona que conocemos y amamos, estamos hablando con su culpa y su miedo. Y la culpa y el miedo son como los terroristas: no se puede negociar con ellos.

Después de dar el cierre (más o menos) a la cuestión, la persona que deja ha de afrontar, al igual que nosotros, una etapa desconocida, ya sea solo o acompañado. En este punto, cobra más vida la nostalgia, el echar de menos ciertas rutinas, el cariño, los abrazos, los entornos, los amigos, etcétera…en resumen, lo que suponía el contexto de la anterior relación, que no la relación en sí.

Los momentos de nostalgia, como las hemorroides, debieran sufrirse en silencio, pero de ellos provienen en su mayor parte las llamadas sorpresivas, los mensajes eventuales, los intentos de mantener amistades que alientan las esperanzas del otro o las difusas promesas de un hipotético regreso futuro, todo ello, seguido de desapariciones intempestivas.

Es decir: quien deja una relación suele vivir también un resto de duelo, unos coletazos de miedo o nostalgia y en respuesta a ello, siente el repentino impulso de contactar con la ex pareja para que le proporcione el alivio de saber que existe, que alguien por alguna parte, le sigue queriendo. Una vez que la ex pareja responde con cualquiera cosa (sea rabia, sea cariño, etcétera…) quien envió el S.O.S. se siente tranquilo y seguro y entonces ya no se volverá a saber de él hasta el próximo ataque nostálgico. En cierto modo, esas llamadas y mensajes le sirven para reafirmarse en su decisión, no para dudar de ella.

¿Qué ocurre cuando la persona dejada aplica contacto cero?

Al perder completa y definitivamente cualquier vínculo o contacto con alguien que ha compartido tantas cosas, que ha sido como tu familia, uno se ve obligado, tanto como el otro, a aprender a perder.

En nuestra sociedad, no estamos preparados, ni mentalizados para afrontar pérdidas. La única información que nos dan desde la infancia al respecto, es que si algo desaparece, va a al cielo. Pero nadie tiene a bien indicar que las personas y cosas se van perdiendo, que es necesario llorarlas, que toda pérdida requiere un proceso de aceptación y que nada ni nadie puede sustituirse, por mucho que huyamos hacia adelante buscando una persona tras otra.

Así pues, si la persona que tomó la decisión tampoco tiene los recursos para dejar ir, el contacto cero le enfrentará a la siguiente disyuntiva: o bien, regresar la relación perdida, o bien desarrollar estos recursos y madurar.

¿Puede no sentir nada la persona que deja?

Puede ocurrir. Cuando se abandona una relación, lo que duele es el desprendimiento de un vínculo y el renunciar a esa conexión con esta persona. Si se ha vivido la relación de forma distante, o sin quitarse la coraza, o sin conectar realmente con el otro, la ruptura pasará sin pena ni gloria.