cumbre

Sufro, luego existo.

En el año 1996, sucedió una de esas tragedias que, como se suele decir, conmocionaron al mundo (o al menos, al mundo occidental). 14 alpinistas perdieron la vida al escalar el Everest, en una de las aventuras más desventuradas que se recuerdan: una serie de fallos técnicos y humanos, sumada a un tormenta tan brutal como inesperada, dio como resultado lo que a día de hoy se sigue conociendo como el Desastre del Everest.

(La historia la tenéis bien reflejada en la película Everest de Baltasar Kormákur; y en el magnífico libro Mal de altura de John Krakauer)

Uno de los alpinistas era un tal Beck Weathers, empresario y apasionado escalador. La historia de Weathers es la historia de un auténtico milagro. Al iniciar el ascenso de la montaña, sufrió un ataque de ceguera que le impidió seguir avanzando. Tuvo que quedarse allí, a la espera de que sus compañeros le recogiesen al regresar del ascenso.

Esto nunca ocurrió. A Weathers, inconsciente en la nieve, se le dio por muerto varias veces. Se llegó a avisar a su familia del fallecimiento. Sin embargo, Weathers  todavía estaba vivo.

Al empezar la tormenta, se quedó sepultado, casi por completo, bajo una manta de nieve. Pasó 36 horas de esta guisa, con una mano y la cara al descubierto, sumido en un coma hipotérmico. Mientras tanto, varios de sus compañeros perecían bajo la tormenta.

Y de repente, despertó. Su cerebro, de una manera que sólo puede definirse como imposible, revertió el coma hipotérmico. El alpinista consiguió arrastrarse hasta el campamento base y llegar a la tienda médica,  donde sus compañeros (imaginaros sus caras), tras asimilar que el muerto estaba vivo, se dedicaron básicamente a descongelarle entre dolores inmensos.

La vuelta de la montaña, tampoco fue fácil. Weathers perdió la nariz, el brazo derecho y todos los dedos de las manos y los pies y pasó por varias operaciones quirúrgicas. Pero Weathers sigue vivo y la clave de su supervivencia sigue constituyendo un auténtico misterio que suscita teorías de lo más variopintas. Pero esa es otra historia…y ha de ser contada en otra ocasión.

Las operaciones médicas no fue el único, ni el mayor reto que tuvo que afrontar este escalador.

En una entrevista del 2015 para Keranews, Buck Weathers habla de la experiencia que vivió, de sus sentimientos y recuerdos sobre aquel día, de su vida personal antes y después de la tragedia. La entrevista es corta, pero jugosa y el antiguo alpinista deja reflexiones tan impresionantes como ésta:

«Cuando regresé del Everest, empezaron las verdaderas dificultades. Era consciente de lo terriblemente deprimido que estaba antes, sin ninguna razón para ello. Ahora sí tenía una jodida razón para estarlo (…) así que tomé una decisión idealista: durante el próximo año, sería un hombre alegre. Encontraría algo de lo que alegrarme cada día, algo de lo que no podría haber disfrutado si me hubiera muerto en la montaña. Al ocuparme tan sólo del día presente, me di cuenta de que nunca más iba a tener que volver a lidiar con el perro negro

«Lo más llamativo de los 20 años que han pasado desde entones, es que han sido los mejores de mi vida. Perdí algunas partes de mi cuerpo, pero recuperé mi matrimonio, recuperé la relación con mis hijos, tengo un nuevo nieto…Considerándolo todo, si tuviera que pasarlo de nuevo, cada dolor, cada tristeza, cada pizca de sufrimiento que pasé allí, lo haría de nuevo» 

El resto de la entrevista, en inglés, podéis leerla aquí.

Podría haber intentado reflexionar largo y tendido sobre el dolor, su naturaleza e incluso sus enigmas, para los que ni yo, ni nadie, tenemos una respuesta. Pero hoy he preferido compartir la impresionante historia de Beck Weathers y dejar que seáis vosotros quienes llenéis con vuestras emociones lo que este relato no puede contar: el miedo, el frío, la soledad inmensa, el leve tintineo de la esperanza, el arduo regreso a casa. Todo esto y lo que ocurrió después, responde a la pregunta de mi título: ¿Para qué sirve el dolor?

Es perfectamente posible que el dolor en sí mismo no sirva para nada. Que ni tu dolor, ni el mío, ni el de quien sea,  no va a hacer que el mundo se pare, que nos quieran más, que vuelva lo que perdimos: ni tampoco va a traernos una iluminación divina que cambie nuestras vidas sin esfuerzo.

Decidir que el dolor tenga un sentido se parece mucho a una escalada por el Everest. Cuando empieza el camino, uno sólo piensa en la cumbre y es en el trayecto donde acaba comprendiendo que la aventura es mucho mayor de lo que se había imaginado en un inicio. Hay días en los que sólo te preocuparás de llegar entero al día siguiente: otros días descubrirás una fortaleza nueva y tirarás la toalla muchas veces para darte cuenta de que aún puedes dar un paso más.

A veces sufrimos por nuestras propias elecciones y a veces sufrimos simplemente por la absurda arbitrariedad con la que cualquier dios parece jugar a los dados con nuestro universo. Escoger que todo esto acabe teniendo un sentido, es el único camino que nos libera del caos, de la locura…o de una tumba de nieve en una de las montañas más peligrosas del mundo.