Pese a la mala fama que tiene el invierno, el verano es la estación más solitaria por excelencia. 

Hoy estoy sola y tranquila. Con un bebé y con el trasiego que por lo general tengo en mi día a día, estar sola es tan infrecuente como el paso del cometa Halley.

Estoy sola y puedo ver una película, si quiero. Puedo saltarme los horarios de comida y picotear lo que me apetezca, puedo ir a la piscina y hacerme treinta largos, poner la música que me gusta a todo trapo y bailar, hasta (increíble) echar una larga y reparadora siesta.

Soy libre. (Qué susto!)

Pero de repente siento un vacío. No es un vacío incómodo, ni desconocido. Es ese repentino parar y darte cuenta de que no tienes que ocuparte de nada urgentemente y que el tiempo, que habitualmente pasa volando, de repente parece detenerse y dar cabida a todos los pensamientos del mundo.

Y de repente lo único que quiero hacer es sentarme y contároslo.

Hay muchos tipos de soledades. Mi soledad ha sido, en ocasiones de mi vida, como un sordo golpear de angustia en el fondo del pecho que no me dejaba respirar. Esa clase de soledad que te lleva a llamar a alguien que en realidad no te importa con tal de escuchar una voz, algo, alguien. Esa soledad que se agazapa como el monstruo de las películas de terror, induciéndote a apuntarte a cosas que no quieres hacer y a quedar con personas con las que no quedarías nunca. Esa soledad de la que se nutren las apps de citas y el apartado de bollería industrial de Mercadona.

Una vez tuve una experiencia muy curiosa dentro de mi soledad. De repente, experimenté una sensación de vacío tan extrema como el astronauta que de repente abre la puerta de su nave y enfrenta toda la inmensidad del universo. Era como si todos mis pensamientos conscientes hubieran desaparecido de golpe y me hubiese adentrado en una zona desconocida de mi razón en la que no había nada de lo que me resultase reconfortante o conocido. Fue terrible y sin embargo, también fue un viaje extraño que recuerdo con más curiosidad que trauma. Me gustaría que es hubiese repetido para poder explorarlo.

El psiquiatra y escritor Oliver Sacks narraba en uno de sus libros el caso de una mujer que había perdido el sentido físico de sí misma. La llamaba la dama desencarnada y así es exactamente como me sentía yo.

La soledad no es la nada, a pesar de que lo parezca. En la soledad siguen sucediendo cosas, pero suceden adentro y de una manera que no se puede prever o controlar.

La soledad veraniega es de otra categoría. Hace calor, los días duran más, la gente está de vacaciones y uno está en su casa sudando como un pollo mientras se pregunta qué coño ha hecho con su vida cuando es el único pringado que no tiene nada que subir en Instagram.

La soledad de verano, valga la redundancia, es una soledad con solera y con solana, que se prolonga insidiosamente como un chicle interminable en unas jornadas de luz que parecen durar siglos enteros.

Es esa soledad en la que cuando uno consigue sacarse de la inercia como un corcho de una botella de sidra, crea mundos enteros.

Cuántas novelas se han escrito en los veranos solitarios, cuántas ideas se han germinado, cuánta música se habrá compuesto, cuánta poesía se habrá hallado.

 Hoy estoy sola, pero me gusta la sensación de sentir que estáis al otro lado. Algunos sois conocidos para mí, otros no, pero a todos os imagino al otro lado, sonriendo, frunciendo el ceño, o diciendo ésta qué dice, esto qué es, un poema, un artículo o un ciempiés.

Y me gusta esta soledad que en realidad no se siente solitaria, pues la comparto con vosotros hoy y es la soledad que más me agrada.

A favor por tanto de la soledad siempre, cuando esta soledad implica enriquecerse, indagar, dar algo de sí.

En contra de la soledad que envenena la cabeza, que nos reconcentra en una habitación mental de aire viciado. En contra cuando genera un sufrimiento improductivo, cuando nos lleva a revisar obsesivamente las redes sociales de vete tú a saber quienes, cuando nos torna envidiosos y llenos de rechazo y prejuicios, en contra absolutamente de la soledad no compartida.

A favor de la soledad que llega para conversar.

En contra de la soledad que viene a malmeter.

A favor de la soledad que puedo contaros hoy.

En contra de la soledad que se hace tan grande que ni se puede decir.

A favor de ambas en cuanto a que las dos son como los ríos que van a dar a la mar, que es el pensar.

A favor de todos los que me leéis, que hacéis más grande mi mundo y por tanto, menos solitario.

 

Yo no sé de pájaros,
no conozco la historia del fuego.
Pero creo que mi soledad debería tener alas

(Alejandra Pizarnik)