¿Te dicen a menudo que piensas demasiado? ¿A veces te gustaría tener un botón de apagado y encendido para parar la marcha incesante de tu cabeza? ¿Te gustaría pensar menos y vivir más? Hoy vamos a pensar en pensar menos, pero pensar mejor.

Permitidme un pequeño inciso. Es bastante raro escuchar la expresión sientes demasiado. Posiblemente porque estamos en un mundo de más excesos racionales que emocionales. Un mundo orientado a una seguridad ilusoria, donde con el fin de no perder un montón de cosas que en realidad son absolutamente innecesarias, nos metemos unos viajes mentales que nos chupan una cantidad considerable de energía. A veces, por no pensar demasiado, nos dedicamos a hacer demasiado; abocándonos a una hiperactividad forzosa y desquiciante en la que parece que nos movemos un montón, pero en realidad, no estamos yendo a ninguna parte.

He conocido a muchas personas sencillas, sensatas y razonablemente felices. Al trabar conversación con ellas, siempre me encuentro dos rasgos comunes. En primer lugar, son personas que piensan. Es más, no sólo piensan, sino que tienen una especie de comprensión profunda de las cosas, lo cual delata un proceso mental activo e importante.

En segundo lugar, estas personas no piensan demasiado. Es decir, que aunque meditan, reflexionan y analizan, no se pierden en interminables vericuetos mentales. Lo que nos sucede a menudo cuando caemos en el vicio del exceso mental, es precisamente que le damos demasiadas vueltas al qué me dijo, por qué hizo, qué significa esto o lo otro, en un afán de controlar cuestiones que en su mayor parte, están más allá de nuestra capacidad de comprensión.

Si lidiar con nuestros propios pensamientos a menudo se hace arduo, cuando se incluye lo que pueden pensar o hacer otras personas en la ecuación, el fragor mental puede alcanzar proporciones épicas. Es impresionante la cantidad de esfuerzo que dedicamos a intentar entender lo que hace la gente que nos rodea. Cuando, aun en el caso de desarrollar la telepatía y poder asomarnos a sus cerebros, no veríamos más que otro pandemónium de pensamientos caóticos e impulsos contradictorios, que nos dejarían aún más confusos (si cabe).

¿Por qué pensamos demasiado? Sin irnos por las ramas (para no pensar demasiado ;)), las podemos resumir en tres:

  1. Excesivo apego a cosas, personas o situaciones.
  2. No tener establecidos límites y valores claros.
  3. Miedo a no encajar en el entorno.

Un ejemplo de las tres está en una situación que la mayoría conocéis y que por aquí vemos con mucha asiduidad, que es la persona que está metida en una relación tóxica. Llega un lector, llamémosle lector X, y me habla de lo mal que está con su pareja, que no puede más, que la situación es insostenible, que lo quiere dejar. Le contesto, ok, pues ¿por qué no lo dejas?. Empiezan los razonamientos habituales: no es tan malo, es que a veces estamos bien, en realidad podría cambiar si hiciera esto o lo otro, es que todas las relaciones tienen altos y bajos, es que nuestros amigos creen que somos la pareja perfecta y cómo lo vamos a dejar, yo creo que si pasara esto las cosas irían mejor…

El lector X considera que su pareja es imprescindible en su vida, aunque su relación sea insalubre. A su vez, no tiene claro el tipo de relación que quiere o merece y finalmente, teme quedarse solo: y por consiguiente, perder su estatus como persona emparejada en el entorno.

Este ejemplo -que es inventado pero sintetiza miles de historias vistas a lo largo de mis años en este trabajo- ilustra a la perfección de cómo «pensar demasiado» es cualquier cosa, menos pensar. Aplíquese lo mismo a amistades, relaciones familiares, trabajos y cualquier otra cosa que se os ocurra.

Pensar implica hacer un esfuerzo consciente, porque nos insta a cambiar de perspectiva. Cuando uno está acostumbrado a pensar siempre de la misma manera, el cambio de perspectiva es como poner a funcionar unos músculos que apenas se han utilizado y se encuentran en un estado de atrofia. Mover esos músculos cuesta un verdadero esfuerzo, al igual que cuestionar creencias arraigadas en la estructura de nuestra personalidad, aunque ya no sean funcionales y nos hagan más mal que bien. Los resultados, además, se ven a largo plazo y ya sabemos que el largo plazo por lo general no nos gusta demasiado.

Con lo fácil que es funcionar en automático ¿no?. Pues volviendo a lo del largo plazo, la respuesta es no. Funcionar en automático es algo que te acaba complicando la vida de una manera terrible. Ya lo sabéis.

Cuando la gente me pregunta cómo hay que hacer para cambiar, si lleva mucho tiempo y cuál es el final del proceso, no tengo una respuestas concreta. Tomar consciencia, aprender a pensar, cambiar de perspectiva y en definitiva, utilizar bien esta cabeza que se nos ha concedido, es un trabajo largo, que seguramente dejemos inacabado cuando abandonemos este mundo.

Lo que tardemos en ver resultados depende también en gran parte de lo rígidos o flexibles que seamos de base. Claramente las labores creativas, las novedades, los cambios, el asomarse a otras culturas, mentalidades o visiones de la vida fomentan la flexibilidad y en cambio las rutinas fijas, el no moverse del sofá o el repetir constantemente los mismos hábitos, nos torna más rígidos.

Con respeto al cambio, lo cierto es que no hay un cambio final. Todo cambia constantemente e incluso cuando creíamos haber conseguido ese objetivo, se nos puede presentar algo que nos obligue de nuevo a un cambio completo de perspectiva. Y eso en realidad, es lo más apasionante de nuestra existencia. No se trata tanto de cambiar – a veces la obsesión de cambiar se nos lleva el placer de vivir – sino de aceptar cómo uno va viviendo las cosas a cada momento, con respeto y tolerancia hacia las propias limitaciones y ambigüedades.

Las personas sabias practican asiduamente los principios de soltar, fluir y aceptar. Estos conceptos, que a menudo se malversan y se malentienden, son la base de un pensamiento sano y flexible que no implica pasividad ante la vida, sino una intensa y amorosa proactividad. Quien se cuestiona, cuestiona; quien cuestiona, está capacitado para evolucionar; y quien evoluciona, se beneficia a sí mismo y a quienes le rodean. Cuando no pensamos – ni demasiado, ni demasiado poco – vamos avanzando por la vida como pollos sin cabeza, creyéndonos víctimas de las circunstancias y esperando, por no se sabe qué milagro divino, que los demás tengan más idea de lo que hay que hacer, que nosotros mismos. Y vivir así es una esclavitud.

¿Cómo salir del bucle de pensar demasiado? Si estás en un pozo mental improductivo y no sabes salir, ocúpate de las cuestiones sencillas y prácticas, busca perspectivas distintas y no le concedas todo el tiempo de tu día a la cuestión. Aprende a ver ese bucle como una ayuda, que te está señalando algo de tu funcionamiento que no podrías advertir de otro modo y por tanto, te da la oportunidad de afrontarlo y trabajarlo.

Y si las opciones están entre pensar y no pensar, pensad. Pensad mucho, pensad bien, pensad hasta en exceso, hasta que el propio pensamiento recorra tantas direcciones y se canse tanto de pensar, que no tenga más remedio que reinventarse a sí mismo.

Quien no quiere pensar es un fanático; quien no puede pensar, es un idiota; quien no osa pensar es un cobarde. (Sir Francis Bacon)