¿Por qué buscas unas cosas y acabas encontrándote en algo que no era lo que buscabas? ¿Por qué, en cambio, encuentras lo que buscas y acabas saboteándolo? ¿Porqué hay tanta diferencia entre lo que pedimos y lo que nos llegó por AliExpress?

No hay un ser humano igual que otro, pero en esencia, todos partimos de un propósito común: que queremos tener las necesidades básicas cubiertas y ser felices. Lo primero, si eres de un país del primer mundo, es muchísimo más sencillo que lo segundo. Si vemos los mensajes que recibimos a diario del entorno, no veremos muchas cosas acerca de cómo conseguir comida o abrigo, pero sí tenemos un montón de lemas, estrategias, tácticas, recetas infalibles y otras gilipolleces sobre conseguir la felicidad como si fuera el último chollo de Amazon.

Son gilipolleces, en esencia, porque están destinados a nuestro consciente. Nuestro consciente va por la vida como un candidato que va el primer día a una entrevista de trabajo: dispuesto a exhibir irresistibles virtudes y aquí voy yo con tó lo más grande. Con la felicidad, lo mismo. Uno adopta esas recetas y trucos infalibles y los aplica con entusiasmo: abraza a un árbol cada día, haz el ritual de la Santa Jopélima los días impares, practica tal disciplina oriental, repítete cada día frases motivadoras o aliméntate de raíces, flores y frutos (ni que fueras un hada). Pasado el tiempo, nos vamos dando cuenta de que todas estas cosas son muy entretenidas, pero a nivel felicidad no te aportan mucho más que ver Netflix. El estado de infelicidad no proviene de no hacer rituales o no utilizar frases chupis, el estado de infelicidad es un estado de carencia del alma.

Evidentemente, el consciente – siempre en su modo «candidato al puesto de trabajo»- no «ve» realmente el estado de carencia del alma y mucho menos en una sociedad tan doña Perfecta como la nuestra. Esta indisposición de la psique no se manifiesta en la interacción superficial, en los logros profesionales o en la imagen de cara al público que queramos mostrar. Se manifiesta en la forma en que suceden las cosas en nuestra vida íntima: y el lugar donde todo esto sucede es el teatro del trauma.

Partimos de la base de que, al igual que todos los humanos buscamos felicidad y bienestar, también todos los seres humanos estamos heridos de una manera u otra. No tenemos un sistema respetuoso, amable, ni congruente: difícilmente podemos decir que un mundo que se autodestruye con contaminación, guerras, crímenes y agresiones es un lugar donde pueda prosperar un ser humano de forma muy sana. Así pues, nos lanzamos a la vida no sólo con lo que mostramos, sino con todo ese cúmulo de fantasmas que nos acompañan. El fantasma del abandono; el fantasma del rechazo; el fantasma de la invalidación; y tantas otras criaturas que habitan en el trasfondo de un armario del que a menudo intentamos no abrir la puerta.

Cuando entramos a participar en el teatro del trauma, es el inconsciente el que interpreta la obra. En el teatro del trauma, todos los mecanismos traumáticos, los miedos, las heridas y las estrategias de defensa se convierten en los actores. De repente, algo empieza a hablar y actuar y ese algo no eres tú: pero eres tú. Simplemente eres un tú con el que no quieres identificarte. Y mucho menos responsabilizarte.

Atraparse en el teatro del trauma es algo tremendamente fácil. Salir de él puede ser tremendamente difícil. Por terrible que parezca, recrear el escenario de nuestras heridas provee de un flujo de drama que nos mantiene distraídos del estado de carencia del alma. Nos permite acceder a una fantasía de control, pues la vida es tan amplia, tan imprevisible y tan misteriosa, que sólo reduciéndola a un escenario confinado, repitiendo y creando los roles que ya conocemos, podemos adquirir la sensación de que podemos manejarla. En el teatro del trauma jugamos a hacer justicia, a compensar faltas, a recuperar lo perdido y lo más importante de todo: a fingir ser algo que no puede ser ni abandonado, ni rechazado, ni invalidado.

Y lo más paradójico de todo: en el juego del drama no nos escondemos. Nos revelamos.

Como decía Oscar Wilde, una máscara nos dice más que una cara.

Cuando nos involucramos en el teatro del trauma, puede suceder algo muy bueno o algo muy malo. Puede suceder que nos hagamos verdaderamente conscientes de lo que somos, y si además tenemos la valentía de enfrentarlo con todo su dolor, su dificultad y su vergüenza (porque somos los peores jueces de nosotros mismos), adquirimos la bella oportunidad de ser libres. Lo muy malo, es quedarnos atrapados allí y creernos que esos personajes que actúan en el escenario somos nosotros. Entonces, la vida transcurrirá atrapados en un ciclo infinito de repeticiones y la muerte nos encontrará dando vueltas en un escenario vacío.

En el momento que percibas con claridad que estás siendo arrastrado al teatro del trauma, ya sea por ti mismo o por otras personas, sal inmediatamente de ahí. No es posible entender lo que está pasando sin abandonar el escenario y tomar el rol de espectador. Sólo en esta acción, podemos soltar el (supuesto) control de la vida, que es imposible y asumir el control de nosotros mismos, que sí está en nuestras manos.

Una vez ubicados fuera del ciclo repetitivo de dimes y diretes, manipulaciones y juegos de poder, podemos estudiar el rol que hemos interpretado, qué nos quiere decir acerca de nosotros mismos y entender las deudas emocionales que nos han llevado hasta ahí. Podemos entender a los demás y cómo ellos también están atrapados en sus propios teatros del trauma. Y lo más importante, podemos escoger. Es muy difícil saber quienes somos o qué queremos, cuando estamos metido de lleno en esa representación de la neurosis compartida.

La personas verdaderamente conscientes no son las que han vencido a sus fantasmas, sino las que han llegado a una entente cordiale con ellos. Esto permite establecer negociaciones, pactos y condiciones para que no se nos coman a nosotros, ni se coman a los demás. La balanza del alma se equilibra y empezamos a vivir sin sentimiento de carencia.

Negar a nuestro inconsciente es negarnos una parte sustancial de nosotros mismos y condenarnos a una existencia amputada en la que la libertad es una entelequia; la inteligencia, un mal chiste; y el amor, un espejismo.

Somos seres humanos. Hablamos, soñamos, bailamos y reímos: pero también lloramos, nos perdemos, nos equivocamos y herimos. No desterremos ni una parte de nuestra humanidad y arrasemos tramoyas y trampantojos, luces y orquesta, para encontrarnos con nosotros mismos.

Sólo así encontraremos lo que buscamos. No perderemos lo que realmente necesitamos. Y no habrá diferencias entre lo que queremos y lo que conseguimos. De paso, quizás seremos un poco más felices. Quién sabe.