En mi grupo de escritura, nos propusieron hace poco presentar un escrito sobre el tema de la naturaleza. Os cuento como anécdota que admiro mucho al tipo de escritores que extraen, como si fueran chispas de un pedernal, pura poesía de las cosas más sencillas. No es mi caso. Por más que intente ceñirme al tema en cuestión, mi mente se despiporra y acabo llevando cualquier idea a las más variadas cuestiones existenciales. Quede constancia de que algún día me gustaría crear literatura sobre los juegos de un niño, el olor de una hogaza calentita o el tacto de la mano de alguien a quien quieres: pero de momento, se ve que lo que sea que guía mi escritura, necesita contar otras cosas.

Sirva este prólogo para explicar porque un simple ejercicio literario ha acabado derivando en todo esto que vais a leer. Técnicamente se puede decir que tiene relación con el tema de la naturaleza. Espero que cuele 😀

Para arrancar con la cuestión, debo retroceder una buena pila de años para reencontrarme con un recuerdo. Estaba yo atravesando por aquella época la peor ruptura amorosa de mi vida y para aliviar tales quebrantos, me dedicaba a caminar por aquí y por allá a solas con mis pensamientos. Dicho sea de paso, no es que mis pensamientos estuvieran en aquel momento como para estar a solas con ellos.

En una de estos paseos a lo joven Werther, transitaba una calle de lo más vulgar y corriente cuando avisté algo totalmente inesperado que paró mi deambular en seco. En medio de toda aquel océano gris, asomaba un modesto balconcillo cuajado de las rosas más frescas y espléndidas que podáis imaginaros.

Era evidente que en ese lugar no podía vivir una persona vulgar y corriente. En primer lugar, tenía que tratarse de una persona muy constante. Mantener ordinaria a una calle no requiere un gran esfuerzo (basta con dejarla como está); pero tener rosas frescas y exuberantes sugiere un trabajo diario muy voluntarioso. En segundo lugar, deduje, la persona que allí habitaba, debía ser alguien muy valiente. Tener un balconcillo cuajado de cosas hermosas en un lugar feo tiene el mismo riesgo de suscitar miradas de admiración, como de atraer alguna que otra pedrada y muchos comentarios rabiosillos de los vecinos.

En tercer lugar, indudablemente esta persona debía ser inconformista. Es fácil que se te ocurra sembrar tus bonitas rosas en un delicioso jardín lleno de flores, pero es preciso un verdadero espíritu de rebelión para hacerlo en un entorno en el que no existe ninguna condición propicia para ello.

Son curiosas las cosas que permanecen en la memoria y que impresionan de alguna manera. La ventana de rosas podría parecer, para un espectador casual, un mero capricho decorativo sin mayor trascendencia. Pero para el que vaga sin rumbo, todo son señales. La ventana de rosas, independientemente de cual fuera el propósito de quien la creó, me recordó que existían las cosas puras, sanas y amorosas, justo en el momento en que estaba al borde de dejar creer en su existencia.

Estos y otros sucesos maravillosos que sucedieron en esa etapa (amistades perdurables, conversaciones sabias, libros que cambiaron mi vida, la escritura, los abrazos), me llevaron a encontrar muchas otras ventanas con rosas. Y aunque tales prodigios no son frecuentes en nuestro mundo – ya que si lo fueran, viviríamos en un mundo bastante mejor que éste – fueron suficientes para entender que si quería seguir manteniendo la inspiración inicial, debía crear una propia ventana de rosas.

Al principio de acometer tal empresa, pensaba que lo más importante era ser lo suficientemente rebelde, lo suficientemente constante y lo suficientemente inconformista. Pero lo cierto es que a veces no soy nada de eso. Y me siento cansada, y pierdo la fe y tengo la tentación de ingresar en la cofradía del cinismo, que quizás es fea, pero creo yo que debe ser menos trabajosa. Si sigo resistiéndome, es porque simplemente no soy la única que puede ver mi ventana de rosas.

Descubro que lo me hace mantenerla en crecimiento es que quizás algún día, otras personas que vaguen por mi calle puedan verla; y recuerden que siguen existiendo cosas puras, sanas y amorosas en este mundo, a pesar de todo.

«Quien planta árboles sabiendo que nunca se sentará en su sombra, al menos ha comenzado a comprender el significado de la vida» – Rabindranath Tagore