
Perderse para encontrarse no sólo es una frase hecha. A veces es una necesidad vital, urgente y casi imperativa. ¿Por qué necesitamos perdernos? ¿Cómo conseguimos volver a encontrarnos? La respuesta es simple: deambulando.
Uno de estos últimos fines de semana, una amiga me invitó a unirme a un baño de bosque. Yo había visto algo al respecto y tenía la vaga imagen de un montón de japoneses vagando por unos parajes a lo estudio Ghibli mientras extendían los brazos cantando mantras y se dejaban bañar por una cortina de luz verde. Creo que no es exactamente así, pero la imaginación es libre.
Como me gustan las cosas raras, le dije que sí sin pensarlo mucho y entonces, nos fuimos al bosque. Ahí nos juntamos con otra gente que también venía a bañarse y durante un buen rato, nos echamos a hablar con tanta naturalidad como si no nos acabásemos de conocer. Ya al final de los baños éramos íntimos y la cuestión derivó en una aventura nocturna estupenda e inesperada, pero esa es otra historia para otro artículo.
Después de caminar varios kilómetros, nuestra guía espiritual encontró un claro que a su gusto era lo suficientemente energético para cumplir con la misión. La verdad es que era un lugar hermoso: lleno de árboles cubiertos de musgo, una alfombra de hojas de colores y uno de esos riachuelos perdidos y encantadores que aunque chiquititos, se las arreglan para producir la música del agua con inesperada resonancia. No teníamos ni idea de qué iba todo aquello, pero veníamos dispuestos a darlo todo. Estuvimos una media hora, allí, con los ojos cerrados, mientras una muchacha que parecía un elfo silvano tocaba una especie de caramillo mágico. Apoyados en los árboles, pues tenemos una edad y las espaldas no son lo que eran, respiramos profundo y nos dedicamos simplemente a escuchar el corazón del bosque.
Nuestra organizadora nos explicó después que el punto de los baños de bosque es que, al parecer, los árboles desprenden algún tipo de fitosustancia que ayuda a regular el sistema nervioso, de ahí la pasión de los nipones por el Shinrin-yoku (que es así como le llaman a esta práctica por aquellos lares). Como andamos todos con los sistemas nerviosos en estado de alerta permanente – estrés, tensión, ansiedad, tareas, preocupaciones, emociones bloqueadas, etc- cuando haces algún tipo de actividad meditativa o contemplativa, lo que ocurre es lo siguiente: de repente, es como si el cuerpo se te aflojase de un tirón, se desactivase todo el modo supervivencia y te dieses arrasadora cuenta de todo lo que llevas encima y que alegremente ibas ignorando mientras desempeñabas tus asuntos cotidianos.
En mi caso, lo que llevaba encima no era poca cosa. La primera mitad de mi año está marcando el fin de una década de mi vida, no en un sentido cronológico, sino en un sentido espiritual y emocional. Ha pasado mucho en los últimos años, decisiones fuertes, salidas y entradas en zona de confort, estancamientos y cambios, diversas pérdidas, la maternidad y sus tránsitos; y a partir de cierto punto, entré en esa sensación desesperante que muy bien se define como una frase de croupier: no va más.
Este es uno de los motivos por los cuales también he escrito bastante menos por aquí. Para que haya tiempo de compartir, debe haber antes, tiempo de vivir. Y así me encuentro justo en la mitad de la década de los 40 a los 50, en otro de esos aprendizajes evolutivos que te envía el Universo y haciendo lo mejor que se puede hacer cuando atraviesas un hito vital: lanzarse al camino y deambular.
Me acostumbré a los periodos de deambulación cuando era muy joven. Creo que es más fácil si es así. No es que haya una fecha límite para vagabundear, pero suele costar menos si ya tienes cierto hábito y has aprendido pronto que esto no sólo no es aterrador, sino que es una de las cosas más sanas y necesarias que se pueden hacer en esta vida. Animo mucho a ello a personas que me consultan porque están en alguna crisis. Deambular permite explorar territorios fuera de lo conocido y te ofrece experiencias muy singulares – como los baños de bosque -, y también te abre la mente, refresca y resetea, deshace la idea de los límites, te recuerda que sí va más, pero por otra dirección. Pero creo que lo más importante de deambular es que además es la única manera de re-humanizarse, que es básicamente lo que significa volver a encontrarse.
Deambular significa acudir – simbólicamente – al bosque. Volver a recordar lo que implica respirar profundo y que ese respirar profundo te devuelva a los sentidos y al contacto con una verdad esencial que a menudo olvidamos: que bajo el rígido corsé de la panoplia social, sus normas y nuestras propias exigencias para funcionar en esta locura, no somos más que criaturas de la tierra. La vida es complicada, pero la tierra nunca lo es.
En el precioso ensayo Elogio del caminar, de David LeBreton, hablaba de deambular como una evasión de la modernidad, una forma de burlarse de ella, de dejarla plantada, un atajo en el ritmo desenfrenado de nuestra vida y un modo de distanciarse, de aguzar los sentidos. No hace falta ir concretamente a un bosque. Puede ser cualquier cosa, siempre que sea un territorio, físico o espiritual, donde uno sienta que es tiempo de perderse y caminar; caminar larga y ampliamente, sin la vista puesta en ningún horizonte, sin llegar a ninguna parte en concreto, pero perdiendo, en el trayecto, todo aquello que te impide encontrarte de nuevo.
El baño de bosque ha sido una experiencia singular. ¿Lo recomiendo? Yo no suelo recomendar ninguna práctica concreta porque pienso que la gracia de perderse está en que uno explore a su aire, y se meta donde le dé la gana. Sí que os animo, cuando así os lo pida el cuerpo, cuando sea el momento y ocurra esa llamada, a lanzaros a los caminos sin miedo – o con él – para desterrar y enterrar las viejas formas, las cáscaras vacías y los trocitos de nosotros que deben irse con cada etapa vital.
¿Qué ocurre cuando estamos en el camino? Que es donde realmente aprendemos a honrar aquello para lo que hemos sido profundamente diseñados, que es permitir las pequeñas muertes, sembrar en silencio y renacer, crear de nuevo. Sin estos tránsitos, nos secamos como las plantas en verano y la energía vital se sustituye por impulsos artificiales, que son lo que realmente nos lleva a una muerte sin retorno. Hay que tratar de evitarlo. Cuando notemos que las plantas empiezan a secarse, hay que lanzarse a vagabundear.
Nosotros solemos tener mucha resistencia a entrar estos ciclos. Dan respeto. Pero cuando se les coge el tranquillo y se asume que son parte del canto natural de la vida, se vuelven tan naturales como respirar.
Se acerca el verano, no tengo un plan concreto, ni tengo la menor idea de dónde iré. Tampoco necesito saberlo. Las deambulaciones sin destino han sido algunas de las etapas más sorprendentes y bellas de mi vida. Siempre me encuentro personas interesantes que también deambulan; surgen conexiones especiales, aventuras nuevas, parajes inexplorados y aprendizajes emocionantes. Precisamente el no tener ni idea es la parte más interesante de todo el asunto.
Tengo 45 años y sigo creciendo.
¡Buen viaje, caminantes!
Confío en que salgas y dejes que te ocurran cuentos, es decir, vida, y que trabajes con estos cuentos de tu vida -la tuya, no la de otra persona-, que los riegues con tu sangre y tus lágrimas y tu risa hasta que florezcan, hasta que tú misma florezcas. Ésta es la tarea. La única tarea. (Clarissa Pinkola)
Mi buena amiga Cris: a los 45, ¡estás en tu mejor momento! Desde mis 60, te aseguro que la vida aún tiene muchísimas sorpresas y alegrías por delante. Tienes la energía y la sabiduría para disfrutar a tope cada nuevo amanecer. ¡Sigue brillando, que te queda muchísimo por vivir y por gozar! Un besazo muy fuerte de parte de Edu 😉
Me gustaMe gusta
Coño, Edu, no me hagas llorar que estoy muy sensible.
Y de lo que me dices: no tengo pruebas, pero tampoco dudas 😉
Un abrazón!
Me gustaMe gusta
Genial Coach 🥰
Me gustaMe gusta
La soledad no me gusta mucho, solo de vez en cuando y si te da tiempo para pensar en uno mismo, pensar en sus metas, en lo que ha hecho; lo bueno, lo malo, en lo que le han hecho a uno.
Te invito a visitar mi blog
Me gustaMe gusta
Querida Cristina! siempre te leo… con casi 60 febreros, cada tanto me pierdo para volver a encontrarme, he quemado muchas naves y nunca me arrepenti solo hay que tener coraje y la vida no es para los cobardes! te deseo mucha valentia!
Gracias por seguir escribiendo… Pablito ya debe tener casi una decada de vida, no es cierto?
Abrazos.
Gabriela
Me gustaMe gusta
Qué alegría leerte de nuevo por aquí, Gabriela!!
Pablito tiene ya ocho años para nueve, no andas desencaminada. Ya ha llovido mucho desde aquella entrada de hace años donde anunciaba que le había visto en una ecografía por primera vez. Ahora está hecho todo un señorcito preadolescente. No se parece demasiado a mi en cuanto a personalidad, aunque a veces me plantea unas cuestiones filosóficas que me deja muerta, así que algo se le debe haber pegado.
Las deambulaciones me parecen vitales, esenciales. Son oxígeno cuando ya tu vida está en un punto donde no te llega el aire; y te permiten llegar a la siguiente etapa respirada y regenerada. Yo tampoco me he arrepentido nunca, todo lo que ha llegado después ha sido para bien. Aunque al principio no sepas ni en dónde poner el pie.
Abrazos!!!
Me gustaMe gusta