Si la tristeza apaga, la culpa, atormenta, la envidia, escuece y el dolor, rompe. ¿Qué hace la vergüenza? La vergüenza arde y consume. Ni la reducción al Pedro Ximénez se queda en tan poquita cosa como nosotros cuando nos avergonzamos.


Tengo una conversación recurrente con varias personas de mi vida que tienen la costumbre de pasarme contenido de desarrollo personal para recabar mi opinión al respecto, porque les ha hecho sentir mal leer tal o cual cosa. En concreto, se sienten avergonzados y culpables.

Mi opinión no suele ser buena, porque la mayoría de estos contenidos me parecen una purria. Carecen de perspectiva y humanismo, son un copia y pega de ideas recicladas y además reflejan despiadadamente la cultura en la que estamos inmersos. Cultura narcisista y ansioso-depresiva por antonomasia, llena de gente que sufre mucho, se castiga mucho, se exige mucho y se avergüenza…y consume y gasta mucho para compensarlo. Desde un punto de vista comercial, es guay, desde un punto de vista humano, esto es un auténtico desastre. No quita que haya mensajes muy interesantes, pero hay que ser selectivos.

¿Por qué nos avergonzamos? La vergüenza es una de las sensaciones más incómodas de las que disponemos en nuestro variado arsenal emocional. Es como una quemazón horrorosa que se te extiende por las entretelas y se te infiltra como un veneno hacia lo más profundo del consciente y del inconsciente. La vergüenza puede manifestarse de dos maneras distintas. La primera de ellas suele ser más causal (he metido la pata en un reunión social, la próxima vez tendré más cuidado) y es la que menos problemas suele dar.

La segunda de ellas es una vergüenza endógena que tiene que ver con el sentido de la propia identidad y que está relacionado con el siguiente mensaje de fondo: no soy suficiente.

Con el no soy suficiente es con lo que juega muchísimo mucho del contenido que soléis consumir por internet. Como el no soy suficiente ya está grabado a fuego en el inconsciente colectivo, se trata de una estrategia muy efectiva para incitar a seguir no siendo suficiente jamás en la vida. Nunca hay que plantearse el trabajo con uno mismo como una especie de acumulación de méritos para llegar a ser suficiente. La cosa empieza por asumir que uno ya es suficiente y luego ya vas viendo qué te interesa trabajarte para estar aún mejor.

Cuando vivimos en modo de no ser suficiente, el encuentro con la vergüenza tiene una frecuencia similar a tus visitas al supermercado durante el confinamiento de la pandemia. O sea, cada por tres. Tú vas por la vida con toda la actitud de que ahora sí, lo vas a clavar porque ya te has hecho el curso de nosequé, y las frases reafirmadoras de no se quién, y de repente, te topas con la realidad. Que a la realidad le valen madre los cursos y las frases.

Entonces ocurre el error.

Puede ser un error grave, leve o mediano. El error puede incluso no ser un error, simplemente algo que no salió como uno esperaba, aunque se hicieran las cosas razonablemente bien. La vida simplemente da el mensaje de system failure y ya está.

Ocurre el error y de repente, aparece la voz atronadora de Sauron diciendo:

NO ERES SUFICIENTEEEEE

Y esto es la versión light, que según el grado de masoquismo de cada cual, también tenemos las variantes:

NO VALES PARA NADA

ERES INÚTIL

LO ESTROPEAS TODO.

Si os parece horroroso leerlo, imaginaros cómo suena cuando te lo dices por dentro.

La voz puede no ser de Sauron, pero que cada cual que elija su villano fetiche al respecto.

A pesar de lo horrorosa que se hace sentir y de Sauron, la vergüenza en sí misma no es algo intrínsecamente negativo. Tampoco es un vestigio evolutivo inútil, como el apéndice. La vergüenza cumple su función, como todas las emociones. Si es una vergüenza puntual por alguna cosa concreta, nos empuja a acciones prosociales que fomentan la conexión y la empatía, lo cual es un claro win-win. La vergüenza totalitaria, la que está pegada a la identidad como un chicle a una zapatilla, es más peliaguda y puede llevar a procesos muy autodestructivos. Por lo general, es una vergüenza traumática, que viene de antiguo, y de la que llevamos mucho tiempo tratando de huir a costa de intentar ser y comportarse como algo que ni hemos elegido nosotros, para que evitar que la mirada del entorno refleje rechazo o desaprobación. De que muchas veces nos llevamos el sorpresón de que la mirada del entorno es mucho más agradable cuando no hacemos tanto paripé, ya hablaremos en otro artículo.

El proceso de afrontar y atravesar toda la vergüenza podría estar en el podio de las travesías más puñeteramente dolorosas que puede tener un ser humano. Lo de subir un Everest o cruzar a nado el Canal de la Mancha me parece una moñería comparado con esto. ¿No sería más fácil hacer más cursos y aprender más frases reafirmadoras? Seguramente sí. A veces sólo estamos para ir tirando con placebos y está perfectamente bien. Ya ves que esto no es un artículo para venderte nada, ni para convencerte de que haga cosas que no te apetezcan, sino para acompañarte si es que ya estás transitando por ahí.

En este caso, has elegido (con mayor o menor consciencia) afrontar esta cuestión e ir a la raíz de lo que estás viviendo/sufriendo. Asimilar la vergüenza no es precisamente una fiesta. Cuando nos sentimos avergonzados, es típico que se nos vaya la cabeza a un pensamiento dicotómico, es decir, un planteamiento en blanco y negro. Si no soy la versión perfeccionada de mí, tengo que ser, por fuerza, un monstruo. Ni Escarlata O’Hara es tan melodramática, por favor. Repite conmigo tengo cosas buenas y cosas malas, como todo el mundo. Ya sabemos que identificarse con ángeles y demonios es muy épico, pero si tienes carne y hueso, sudas, comes y respiras, te aseguro que no eres ninguna de estas dos cosas.

Vamos con otra cuestión importante. Si algo he aprendido de los procesos a lo largo de los años, es que no mejoramos, en entornos de gritos, menosprecios, competitividad, castigos o exigencias irracionales. Prosperamos en lo que llamamos lugares seguros, donde nos podamos sentir acogidos y aceptados sin necesidad de fingir que somos algo que no somos. A veces, esos lugares seguros pueden ser amistades sinceras, la consulta de un terapeuta, algún familiar, un mentor o cualquier entorno donde podamos entrar a relacionarnos de alma a alma, sin nombres, referencias u ornamentos innecesarios.

La batalla de la vergüenza se gana con la aceptación y el amor hacia lo que somos aquí y ahora, con sus glorias y sus mierdas, sin identificarse demasiado con nada de ello, apechugando con lo que haya y sabiendo reírnos de nosotros mismos, que no todo tiene que ser tormentos y sufrimientos. Al conseguirlo, descubrimos que ya no hace falta tapar la vergüenza, porque simplemente…ya no está. Cumplió su misión. Y se fue.

Si logramos avanzar en el proceso, encontraremos que el fuego de la vergüenza no puede quemar nuestra esencia, sino reducir a cenizas una montaña basura de cartón piedra que nos va pesando por la vida y que cada vez nos sirve para menos.

Y quizás, con un poco de fe y otro más de suerte, descubramos que entre esas cenizas hay un polluelo de fénix.

El orgullo no es lo opuesto a la vergüenza, sino su fuente. La verdadera humildad es el único antídoto contra la vergüenza (Avatar, La Leyenda de Aang)