¿Y si la verdadera educación no tuviera nada que ver con decir «por favor» y «gracias»?

Hace bastante tiempo, me escribieron un correo que me dio que pensar durante un buen rato. Era de una lectora que me contaba que le gustaba muchísimo mi blog, pero que me aconsejaba escribir de una manera menos coloquial. Le di un par de vueltas, porque no soy reacia a la crítica constructiva y me planteé si no era conveniente utilizar un lenguaje más técnico, neutro y profesional.

Al final de la deliberación, acabé concluyendo lo siguiente:

¡Al carajo! ¡Para eso ya están todas las otras páginas!

Hoy toca hablar de lo que llamamos las buenas maneras. En el año 1995, el escritor humorístico Alfonso Ussía publicaba un librito delicioso que se llamaba precisamente así: Tratado de las buenas maneras. Seguido de un epígrafe aún más delicioso: Para que no sea usted un cursi, ni un hortera. El autor retrataba en una sucesión de capítulos cortitos los usos y costumbres que consideraba de mal y buen tono entre las clases pudientes. Uno de los capítulos más descacharrantes defendía con rotundidad el uso de palabrotas en momentos determinados, como algo que no sólo no contravenía una educación exquisita, sino que la rubricaba y reforzaba. Un lenguaje trufado de constantes tacos es una ordinariez, pero saber soltar un pedazo de taco resonante y estentóreo cuando la ocasión lo merece, no tiene nada que envidiar a la elegancia de un vestido de Balenciaga en un escaparate de París.

Ironías aparte, solemos considerar socialmente que la buena educación consiste en mantener siempre la compostura, decir palabras agradables, felicitar eventos especiales y fiestas de guardar y repetir determinadas frases, gestos y claves verbales que supuestamente manifiestan aprecio. Todo esto son gestos de cortesía, pero no necesariamente de buena educación.

Me explico: para mí, la buena educación consiste en una consideración respetuosa y cálida hacia la otra persona. La cortesía puede ir alineada con esa consideración, o puede ser simplemente una máscara que oculta sentires mucho menos cálidos y considerados. Todos hemos presenciado alguna típica conversación entre dos personas que se critican ferozmente a las espaldas, pero que cuando se encuentran, se comportan como seres perfectamente civilizados. Seres civilizados en cuanto a lo que sale de sus bocas, porque si observamos el lenguaje corporal, hay más tensión y mal rollo que en toda la filmografía de Michael Haneke junta. Esto no es buena educación. Sólo es cortesía.

La buena educación parece todo lo contrario. De hecho, cuanto más calidez y consideración existe, menos necesidad tenemos de utilizar este tipo de rituales: hay un uso más escaso, pero más consistente y desde luego, mucho más sincero.

Si la cortesía pareciese, en ocasiones, que se viste con prendas incómodas, apretadas y rígidas, la buena educación flota cómodamente con ropa bonita, cómoda y un poco vaporosa. Las gracias nacen del corazón, el por favor siembra reciprocidad, el ¿cómo estás? denota una verdadera preocupación y el felicidades resuena en lo hondo porque hay una alegría compartida. La cortesía a secas no necesariamente es mala – a fin de cuentas, es el invento que hemos pergeñado para no andar asesinándonos con desconocidos- pero un uso excesivo de la misma significa que seguramente tengamos mucho exceso de relaciones sociales y mucha carencia de relaciones personales.

Me parece especialmente interesante la concepción de la cortesía que se recoge en el Código Bushido, que se aproxima mucho a la descripción de este artículo. La cortesía samurái (Rei) -que tiene una interpretación similar en la filosofía taoísta- define precisamente que tras el trato que le brindamos a los demás, debe haber un respeto profundo, ya sean iguales, extraños o íntimos, superiores o subalternos, rivales o amigos. Esta visión también se puede enlazar con el desarrollo personal, puesto que para poder practicar el Rei y ser corteses cual samurais, necesitamos entrenar la capacidad de visión, escucha y atención.

No podemos tratar con buena educación a personas que no vemos como tales, no podemos escuchar si sólo tenemos interés en nosotros mismos y desde luego no podemos prestar atención si no estamos presentes. Cuando esto sucede, nos vemos obligados a recurrir a la cortesía, que cuando encubre la vaciedad, adquiere una característica chirriante y desde luego, mucho más desagradable y grosera que un pedazo de taco bien resonante en el momento adecuado.

El concepto del Rei me parece muy liberador, pues nos recuerda que hay un punto equidistante entre el exceso de amabilidad y la agresión social disfrazada de sonrisas y zalemas. La clave es recordar que nuestra conducta externa es un reflejo de nuestro mundo interno y por tanto, es un indicador muy útil de cuestiones más profundas a entender o corregir. No es de recibo, como ocurre a menudo, sentirnos moralmente obligados a hacernos los simpáticos, otorgar favores o hacer cosas por gente que nos cae como una patada en los huevos/ovarios, o que no nos trata como nosotros le tratamos, o que ni siquiera nos ve como a seres humanos. En ese caso, estaríamos siendo profundamente maleducados con nosotros mismos.

La buena educación, o la buena cortesía, no pueden existir sin dignidad, compasión, honestidad, benevolencia y respeto, tanto por parte del que la ejecuta como por quien la recibe. Puede que estas páginas no estén escritas con la más exquisita de las cortesías. Pero no os quepa ninguna duda, de que hay, en ellas, una exquisita educación.

Sin veracidad y sinceridad, la cortesía es tan sólo farsa y apariencia (Inazo Nitobe, Código Bushido)