
Pocas cualidades son tan valiosas —y escasas— como la integridad. ¿Quién eres cuando nadie está mirando? En un mundo donde la presión social y la conveniencia dictan nuestras decisiones, esa pregunta lo cambia todo.
El primer flechazo cinematográfico de mi vida fue un personaje clásico: el protagonista de Matar a un Ruiseñor, adaptación del clásico literario de Harper Lee. Para los que no conozcáis esta película, se trata de una historia ambientada en un pueblo sureño de los Estados Unidos en los años 30, que aborda un supuesto crimen cometido por un hombre negro contra una mujer blanca. El abogado que asume la defensa del hombre es Atticus Finch, que a causa del racismo impenitente del entorno, recibe amenazas, burlas y acosos diversos por parte de sus vecinos.
Lo que me causó impacto era que Atticus no abandonase su causa en ningún momento. Me parecía insólito, increíble, casi incomprensible. ¿Cómo era posible que Atticus aguantase todo aquel escarnio porque valorase más la justicia que la convivencia con sus conciudadanos? ¿Era un valiente o un idiota? Indudablemente, lo primero. Entonces, supe algo con total certeza: yo de mayor quería parecerme a ese señor o casarme con uno. Especialmente si se parecía a Gregory Peck.
La integridad: dícese de la cualidad de ser íntegro, completo, con todas sus partes. Dificilísima virtud para el ser humano, que se compone de tantas ambivalencias, luchas internas y habitaciones secretas. Ya parece bastante complicado es ser de dos o tres piezas, como para aspirar a ser de una. Pero ¿se puede? Se puede. Hasta cierto punto.
Con el paso del tiempo, entendí que ser Atticus quizás era una ambición algo desmedida. Atticus es un arquetipo y como todos los arquetipos, representa un ideal tan puro que pretender replicarlo sería negar la humanidad imperfecta y ambivalente que existe en cada uno de nosotros. Pero sí creo que es posible desarrollar el valor de la integridad y que es un valor que quizás no produzca grandes recompensas externas -a veces, es todo lo contrario – pero sí invaluables recompensas internas. Quizás no seamos nunca Atticus, pero indudablemente podemos encontrar su aliento en muchos pasos del camino.
Integridad empieza por la capacidad de distinguir el bien y el mal. Y es la primera dificultad a la que nos enfrentamos. Lo que cada cual considera bien o mal puede ser muy relativo. Por ejemplo, para una persona que ha crecido en el profundo sur racista de los Estados Unidos, el mal puede bien ser representado por los hombres negros, porque en su entorno le han dicho que los hombres negros son pendencieros, agresivos, ignorantes y peligrosos.
Para esa persona, por tanto, ser malo es defender al hombre negro, no acosar al abogado por hacerlo. Entonces, la integridad implica una visión aérea, panorámica, que pueda ir – siquiera por unos instantes- por encima del microcosmos que nos ha permeado y que hemos dado por válido. Y sustraerse a los mandatos de dicho microcosmos, afrontando ese miedo ancestral al rechazo de la tribu cada vez que se cuestiona su sistema de valores, por más que sea un sistema de valores injusto e inhumano.
Aunque Atticus es un miembro más de esa comunidad racista, tiene un concepto propio del bien y el mal que trasciende el entorno: es capaz de ver que acusar a alguien sin pruebas, sólo porque es negro, está mal. E incluso que no existe una entidad tal como todos los hombres negros. Es capaz de ver que los hombres son hombres, sean negros o blancos y que la justicia es justicia, sea quien sea el acusado. Esto es clave. Cuanto más se aleja la mirada, menos sesgada resulta.
El miedo es, obviamente, la segunda traba que impide el desarrollo de la integridad. El miedo se traduce siempre, siempre en necesidad de control. El control, a su vez, obliga a mantener una narrativa concreta que asegure que todo está en su sitio, o al menos en un sitio que podamos manejar adecuadamente desde los recursos de los que dispongamos. La sociedad sureña de la época de Atticus necesita creer que los todos hombres negros son malos, porque si accediese a considerar que todos los hombres merecen justicia, tendrían que afrontar el miedo a lo desconocido, a la pérdida de poder y equilibrio y a reconocer que quizás no estén siendo demasiado justos. Lo que nos lleva a la tercera traba.
La tercera traba que se interpone en el camino a la integridad, es el ego. El ego tiene diversas costumbres encantadoras y no tan encantadoras, siendo una de ellas la tendencia a ser acomodaticio y resistirse a cualquier cosa que suponga pensar, sentir o actuar distinto, que cuesta mucho trabajo. La integridad es un desafío al ego. Supone decirle: tú no mandas aquí. Hay algo que está por encima de ti.. Supone decirle también que hay otras maneras de vivir que igual son mucho más eficientes y dignas que las que ese ego propone. Y todo esto nos lleva a una característica muy propia de la integridad, que es la lucha interna entre lo que le viene bien a mi ego y lo que viene bien a mi espíritu. Que no suelen ser, por desgracia, las mismas cosas. Para trascender esta contradicción, hay que tender un puente: no se trata de eliminar el ego. Se trata de ponerlo al servicio del espíritu.
Si hemos hablado de las trabas para desarrollar una integridad, ahora hablaremos de sus ventajas. A pesar de las dificultades que entraña esta virtud, lo cierto es que contiene no pocos beneficios:
- Credibilidad y confianza: La integridad construye una reputación sólida. Ser una persona íntegra hace que los demás confíen en ti, lo que abre puertas en cualquier ámbito.
- Paz interior: No hay nada más liberador que actuar conforme a los propios valores. La falta de integridad genera conflictos internos, mientras que la coherencia entre nuestras acciones y creencias trae serenidad.
- Influencia positiva: La integridad inspira a otros. Así como Atticus es un modelo para sus hijos, nuestras decisiones pueden motivar a quienes nos rodean a actuar con mayor rectitud y ética.
- Resiliencia ante la adversidad: Quienes tienen referentes claros y firmes, afrontan mejor los retos, ya que no necesitan dudar en momentos de crisis: sus valores les guían.
- La verdadera libertad: aunque los seres humanos nunca somos totalmente libres, porque somos hijos de nuestra época, nuestra crianza y nuestro entorno, quizás la integridad sea el único camino hacia un sentido de la libertad profundo e intrínseco, que consiste única y exclusivamente en no hacer lo que se quiere, sino querer lo que se hace.
Integridad implica desprenderse de etiquetas y guiones, de lo que debes hacer y lo que debes ser, de guiarte por la propia conciencia y no por el dictado de otros. Las personas verdaderamente íntegras que he conocido a lo largo de mi vida no hacen un gran ruido; pero con el paso del tiempo generan una impresión profunda que brilla por sí misma en un mundo que demasiado a menudo tiende al caos, al enfrentamiento o la desintegración. Es una cualidad excepcional y merece la pena desarrollarla, siquiera un poco, en la práctica cotidiana de nuestras vidas. Sea defendiendo a un compañero, deshaciendo un entuerto, diciendo una verdad o atreviéndose a disentir ante una situación injusta, hay muchas ocasiones en las que podemos ejercer algún paso más que nos acerque a sentirnos más libres, más valientes y más orgullosos de la estela que dejamos en el mundo.
Si no habéis visto la película, no os la espoileo. Entrad en ella para conocer a Atticus, uno de esos héroes que no llevan ni capas, ni espadas; sólo ojos, determinación y alma, mucha alma. Y ojalá que, incluso cuando nadie nos vea, cada uno de nosotros sea capaz de sostener aunque sea una chispa de su mirada.
Antes de vivir con otras personas debo aprender a vivir conmigo mismo. La única cosa que no se rige por la regla de la mayoría es la conciencia (Matar a un ruiseñor)
Uauuuuu. Flipo. Me ha encantado. Mil gracias.
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Me ha encantado!
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