En el juego demostramos realmente quienes somos (Ovidio)


Os introduzco este bello tema con una anécdota que condensa perfectamente el espíritu de la idea que estoy a punto de desplegar por aquí. Estaba yo hace años transitando una etapa complicada que me animó a acudir a terapia y mientras le contaba todas mis penurias al psicólogo, éste me espetó a bocajarro un:

¿Por qué eres tan exigente contigo misma?.

Me sentí como si un profesor me acabase de plantear la única pregunta del examen que no me sabía y empecé a rebuscar frenéticamente posibles respuestas que ofrecerle: taras ocultas, posibles trastornos, traumas de la infancia, síndrome del impostor, soy Escorpio…

Pero al final, le respondí:

Pues francamente, porque me divierte.

(Y, seguro: también por todo lo demás)

¿Divertida, la autoexigencia? Puede serlo. El problema de cualquier neura no es que sea neura, o que esté presente, sino que le demos la voz cantante y dejemos que nos convierta en su muñeco de ventrílocuo permanente. Mi autoexigencia no me inquieta mucho porque es puro combustible interno, pero no es mi base. Ni configura toda mi identidad, ni mi sentido de la valía depende de ella, lo que permite jugarla como juego cualquier otra faceta de mí en otros momentos y ponerla a dormir cuando me interesa.

¿Y qué significa el juego? El juego es mucho más que un mero pasatiempo de la infancia y es lo primero que se nos muere cuando encerramos al niño creativo que todos llevamos dentro, con la errónea creencia de que esos primeros años deben ser guardados como trastos viejos en un arcón y no son lo que realmente son: un estado que trascender, que transformar y extender en el tiempo para poder liberar sanamente las presiones de la vida adulta.

Chesterton decía que no dejamos de jugar porque envejecemos; envejecemos porque dejamos de jugar. Desgraciadamente, muchos adultos restan tanta importancia al juego, que se olvidan del asunto tan mortalmente serio que es. Se desvaloriza el ludos porque pensamos que crecer implica dejar atrás la infancia o refugiarse de manera artificial en ella, cuando precisamente lo lúdico es el puente que une y agiliza todas las etapas de la vida, sin necesidad de eliminar ni cronificar ninguna de ellas.

Lo lúdico es de una importancia capital, porque los seres humanos desconectamos de nosotros mismos cuando no jugamos. Y a veces no jugamos porque confundimos ser adultos con ser serios, ser responsables con ser aburridos y ser seguros con estar estancados. No. Una cosa es ser serio, aburrido y estar estancado y otra muy distinta es ser adulto, responsable y seguro. Lo primero, exime la capacidad lúdica; lo segundo, la amplifica.

El juego no sólo no es una mera distracción o una evasión: es un profundo acto de presencia. Creo que lo bonito de nuestro yo lúdico es que admite y celebra la propia ignorancia y por tanto, lanza al aire una apuesta candente hacia la vida: atraviésame, llévame, hiéreme, dánzame, transfórmame, enséñame qué eres, quién soy yo y cómo camino a través de ti.

(¿Ya dije que jugar era un asunto muy serio?.)

Cuando éramos niños, el juego nos invitaba a ser policías y ladrones, rebeldes y esclavos, piratas y brujas, reyes y mendigos. Sin saberlo, nos permitía explorar todos los paisajes del inconsciente de una forma divertida y en un escenario seguro. Los adultos nos beneficiamos enormemente de seguir con esta maravillosa práctica que nos permite enfrentar nuestras neurosis, sublimar nuestras heridas y bailar en los planos simbólicos donde se libran esas batallas que no se ven, pero que sin embargo, determinan el curso de nuestras existencias.

Durante muchos años, el libro Del sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno, estuvo en las estanterías de la biblioteca familiar. No es mi intención enmendarle la plana al eminente escritor. Mi título es, al mismo tiempo, un homenaje y una reversión. La vida es tragedia, sí, pero también comedia: es locura, pero también equilibrio; son trabajos y dificultades, pero también celebraciones y encuentros.

Quizá la clave esté simplemente en recordar que en la otra cara del sentimiento trágico de la vida, también habita el sentimiento lúdico de la vida. Y que ambas, lejos de ser incompatibles, comparten y son parte de la misma materia.

Estoy convencida de que cada vez que jugamos, algo ahí arriba sonríe. Y tal vez eso baste para entenderlo todo: que no vinimos sino a participar del misterio y de la inocencia de quien aún se atreve a divertirse con el caos.

A fin de cuentas, de lúdico a lúcido sólo hay una letra de diferencia.

¡Arre, unicornio!

Esos que ves allí son mortales -prosiguió la Muerte-. Estarán en este mundo apenas unos cuantos años y se los pasan complicándose la vida. Es fascinante. Sírvete un pepinillo. (Terry Pratchett)