
La verdadera maestría no es hacer lo imposible, sino hacer lo que parece imposible como si fuera fácil.
En una ocasión, vi por internet una imagen en la que salía una grácil bailarina suspendida en un paso bellísimo. Al lado de esa imagen, había otra mucho menos estética: los pies desnudos de la misma bailarina, con los dedos deformados y llenos de rozaduras y callosidades. Abajo, una frase que indicaba algo así como: mientras más feos los pies, mejor es el trabajo de la bailarina. Esa imagen define perfectamente lo que significa la maestría.
La maestría siempre, siempre, contiene una curiosa dualidad: logra que algo que tiene detrás días, meses y años de trabajo duro, se plasme en algo aparentemente hermoso, fluido y fácil. Cuanto más hermoso, fluido y fácil, más trabajo duro y más esfuerzo lleva detrás. A menudo admiramos (y envidiamos) lo primero, puesto que es lo más visual, lo más inmediato. Manolito consiguió tal premio, o hizo tal cambio, o logró tal objetivo. Pero si Manolito consiguió tal logro de forma merecida y no como consecuencia de algún favor o cambalache, sabe perfectamente que el premio o el logro no son más que corolarios irrelevantes a la épica, la frustración y el dolor de los pies destrozados. O de los músculos que duelen en cada entrenamiento. O de la mente que se queja cada vez que se desafían sus límites.
Cualquier éxito real, ya sea personal, emocional o profesional, es como un iceberg del que, desde fuera, sólo puede verse una pequeña parte. A menudo caemos en la tentación de ignorar el valor de los pasos invisibles y sin embargo, son la arquitectura aérea en la que se sostiene cualquier auténtico éxito.
¿Cómo se llega hasta ahí?
La progresión hacia la meta a menudo conlleva una red de motivaciones compleja. En primer lugar, lo que arranca nuestro proceso suele ser la idea de la recompensa externa. Pero ¡ojo! Enfocarnos tan sólo en el paso de baile muchas veces es lo que nos impide llegar hasta él.
Un ejemplo muy típico es el gimnasio, al que mucha gente se apunta con la idea impulsiva de conseguir un cuerpazo, pero cuando se dan cuenta de que tener un cuerpazo requiere mucho esfuerzo, duran lo que un caramelo en la puerta del colegio. En cambio, ocurre algo casi mágico cuando se acude con un enfoque maestro: cada vez que persistimos en el compromiso con el entrenamiento por el entrenamiento, vamos adquiriendo sentido de la disciplina; contacto con nuestro ser físico; capacidad, constancia; y confianza en nosotros mismos. Aprendemos a respirar, a conectar con el movimiento, a estirar sus fronteras y posibilidades. Y sí, es muy posible que en algún momento cosechemos un estupendo beneficio colateral: tener cuerpazo. Pero ¡cuántas cosas mucho más emocionantes por el camino!
¿Podemos aplicar las lecciones del ballet en la vida cotidiana? Podemos hacerlo en infinidad de campos. Muchas veces no hace falta buscar desafíos específicos, pues la vida misma es un asunto altamente desafiante.
Lo importante es entender que ninguna cosa bien ejecutada es fácil, rápida o perfecta. Tengo un amigo que lleva toda la vida trabajando en la misma empresa y que es un hacha en lo suyo, y cuando trabaja con personas más jóvenes, siempre le preguntan lo mismo: ¿Cómo hago para aprender a hacerlo como tú?. Esperando, quizás, una fórmula instantánea de trucos y ejercicios (el TikTok ha hecho estragos) para conseguir en un año lo que este señor ha cosechado en treinta. El expertise no se compra, no se vende, no se puede acelerar, como no se puede acelerar el crecimiento de una planta. Porque el expertise no va ni siquiera de tener plantas, sino de convertirse en jardinero.
¿Cuál es el trayecto para marcarnos un hermoso paso de ballet en la vida cotidiana? Me parece que hay un ingrediente esencial para poder desarrollar cualquier maestría, y este ingrediente es la pasión. Cualquier persona que le dedique años a un objetivo, a un ideal, a un arte o a cualquier técnica precisa de pasión, más que de habilidades especiales, suerte o circunstancias muy favorables.
Hay que creer profundamente en lo que uno está haciendo, porque cuando la disciplina cansa, la distracción aparece o el aburrimiento arrecia lo único que sostiene el camino a la maestría es una profunda convicción interna que pueda superar las múltiples trampas de la mente de mono. No confundir la pasión con el encaprichamiento repentino, que es como comparar una hoguera con un bengala de fin de año y obviamente, no sirven para lo mismo. A mí se me puede encaprichar comprarme un bolsazo de Chanel, pero no me apasiona como para hacer el esfuerzo de ahorrar durante un tiempo para conseguírmelo. ¿Se ve la diferencia?
De la pasión a la finura. La crítica de ballet Jennifer Homans decía: el ballet es purificador; cada movimiento está físicamente perfeccionado y es esencial, sin superfluidades ni excesos. Una maestría implica, además de pasión, ser capaz de tallar, ser capaz de pulir. Quitar lo que sobra para que nuestro movimiento sea fluido y repetir cuantas veces haga falta para lograr que nuestra ejecución sea lo más económica posible. La maestría tiene más que ver con simplificar que con sobrecargar. Se trata -una vez más – de imponer un gran esfuerzo para poder llegar a hacer algo como si no costase esfuerzo alguno.
Que no se nos olvide el último factor esencial. Los bailarines de ballet no sólo se dedican a practicar pasos y posturas. Hacen algo que es igual o más importante: jugar. Bailar a su aire. Reírse y abandonar un rato al cisne para ponerse a hacer el ganso. Gozar de su arte. Sin esto, me parece que cualquier práctica se vuelve insoportable; un castigo que te autoimpones y del que desearás huir a cada rato. El esfuerzo y el aprendizaje están muy bien; pero hasta en el colegio saben que hace falta recreo.
La maestría no es un traje que nos ponemos, es el cuerpo que construimos para habitarlo. Cuando uno tiene la suerte de capturar un propósito a través del cual tallar su propia maestría, tiene que aprender a bailarlo como si fuera el último baile de su vida, y al mismo tiempo, como si su vida entera fuera puro baile.
Entonces sucede. Tras tantas repeticiones, tantas caídas de las que vuelves a levantarte en un ciego y obstinado acto de fe, tanta práctica, tanto ensayo, tantos días y días sin saber si lo haces bien o si lo haces mal, tanto cansancio, tantos errores, tantas vueltas y revueltas, entonces sucede. Que te sale perfecto. Que, sin esperarlo ya siquiera, has hecho el paso de baile.
Escuchas algo así como: ¿cómo es que lo hiciste tan fácil, con lo difícil que parece?
Y sonríes. Pero no dices nada. Porque sólo tú sabes lo que hay dentro de tus zapatillas.
Las medallas se ganan en los entrenamientos. A los torneos sólo se va a recogerlas.
que frase más buena la última
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Un clásico del mundo deportivo 😉
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me encanta leer lo q escribes.Solo puedo decirte, gracias
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Hola Cristina.
Te sigo dede hace diez años en que tus blogs me ayudaron a entender y superar el duelo de un divorcio, ahora en otra época de mi vida me ha llamado la atención este artíciulo, estos últimos años me he dedicado a correr maratones y veo paralelismos con esta actividad, correr un maratón (42Km), implica llevar la resistencia física a los límites, pero detrás hay un dia a día de entrenamiento, de mejorar la resistencia muscular y pulmonar, de cuidar y respetar al cuerpo en el que fácilmente la monotonía puede llevar al cansancio, aburrimiento y abandono. Cruzar la meta y lucir una medalla solamente es la punta del iceberg de un esfuerzo muy grande.
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Totalmente es así. La metáfora del ballet se puede aplicar a muchos campos y se extrapola muy bien a los deportes de competición. Es cierto que parece que llegar a la linea de meta o conseguir la medalla es lo más «visible».. pero lo que se ha conseguido para llegar hasta ahí es lo más interesante y que rara vez es celebrado. Es muy interesante la psicología deportiva en este ámbito. Gracias por seguir leyendo!
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