mochila

En el transcurso de nuestras existencias, podemos sufrir varias rupturas amorosas. Todas ellas dejan algún tipo de marca, todas pasan a integrar eso que peyorativamente se denomina «la mochila»; y digo peyorativamente porque en la mayoría de los casos se utiliza dicha palabra como equivalente de: taras emocionales, miedos y traumas.

Despreciamos la importancia de estas vivencias, simplemente porque no hemos sabido transformarlas en algo positivo y preferimos anclarnos mentalmente en etapas anteriores que se idealizan porque no había «mochilas», falacia que ejerciendo un poquito de autocrítica, es sencillo desmontar.

Se tiende a pensar que en el amor, los muy jóvenes inician, por así decirlo, en limpio. Todo es inocencia, todo es candorosa entrega e ilusiones no filtradas por las aguas turbias del desamor. Sin embargo, la mochila empezamos a llenarla desde el momento en que entramos en contacto con nuestro primer patrón relacional: nuestros padres.

Ni siquiera los tiernos amoríos adolescentes son libres de toxinas y ni mucho menos en el mundo de hoy son tan ingenuos como, retrospectivamente, deseamos creer. Los noviazgos entre púberes son bonitos en el sentido en que todo aflora por primera vez. Pero también son un campo de pruebas. En ese territorio novedoso, dos personas jóvenes se encuentran para poner de manifiesto lo que han asimilado en sus entornos y sus familias.

En una sociedad utópica, donde todas las parejas fuesen personas libres y equilibradas que se comprometiesen responsablemente con sus cónyuges y con los hijos en común, ninguno de nosotros acarrearía problemas de autoestima o deficiencias en la educación emocional. Pero no estamos en una sociedad utópica, sino en un mundo imperfecto donde hay abandonos, infidelidades, dependencias, celos, ansias de posesión, inseguridades, trastornos de la personalidad y sobre  todo, conceptos profundamente dañinos sobre el amor y la pareja.

Así pues, la mochila deja de estar vacía en cuanto adquirimos patrones, algo que sucede no durante las sucesivas relaciones amorosas, sino mucho antes, casi casi en la primera infancia.

La cuestión, entonces, sería ¿qué hacemos con la mochila? ¡Sencillo! Pero, vamos por partes:

1- Valorar la mochila: no verlo como una carga, sino como una ventaja. La experiencia, por muy dolorosa que pueda haber sido, nunca es negativa. Si las cosas salen bien, nos hará sentir felices; si salen mal, nos enseñarán algo importante. Pase lo que pase, sales ganando.

2- Aligerar la mochila: cuando de una mala experiencia no se consigue aprender, se convierte automáticamente en miedo. El miedo, durante una determinada fase o tras una ruptura dolorosa, es un mecanismo que impide que nos precipitemos a cosas para las cuales no estamos preparados. El miedo, cuando se prolonga en el tiempo y nos impide dejar de hacer algo que realmente deseamos, es la piedra más pesada de la mochila. Lo primero que jamás ha de llevar una buena mochila, es miedo.

3- Llenar la mochila: intercambiar las cosas que pesan (el miedo, de nuevo) por cosas que nos hacen mejores, es la mejor manera de transmutar una carga inútil en un provechoso kit de utilidades para el viaje. El mochilero profesional no se aferra a las personas, ni a las cosas, porque sabe que lo que lleva consigo basta y sobra para enfrentar su camino. Sólo quien haya llegado a este punto, podrá romper sus patrones e iniciar una etapa nueva.

4- Presumir de mochila: si partiste con una mochila cargada de complejos, culpas, miedos y dolores no superados y has conseguido intercambiarlos por esperanzas, ilusiones, experiencias y sabiduría, podrás decir que lo que llevas contigo no te convierte en alguien menor o en una persona dañada o con su potencial disminuido. Al contrario: te hace grande.

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