10325320_10152560946276055_2544800065911960112_n

 

¿Cuánto tarda en cerrarse una herida? ¿Por qué determinadas circunstancias vuelven a abrir las fuentes de un dolor que creíamos cicatrizado? ¿Hay cosas de las que nunca curamos del todo? ¿Cuándo nos hirieron por primera vez?

Cada separación, cada pérdida, nos sume en una versión 3, 5 o 10.0 del mismo dolor. No nos trae sensaciones inéditas y tiene el sabor, el olor y la consistencia de algo muy antiguo y reconocible, enterrado en lo más profundo de nosotros.  Puede que esté impregnado de la singularidad de esa vivencia en concreto. Pero esa emoción reverbera con los ecos de otras pérdidas, de otras separaciones. De otros dolores.

A algunos, el dolor les remite a la infancia. El padre ausente, o la madre fría, o la castración emocional, o la sensación de no dar la talla, o la obligación de ser lo que otros deseaban que fueses. Para otros, es la tristeza en sordina de la incipiente soledad; la primera vez que te rompieron el corazón; el rechazo de alguien a quien amaste; el dolor que causaste a alguien que te amó. Más de una vez quisiéramos poder volver atrás, a hacer bien lo que hicimos mal, a reparar errores o a evitar determinadas vivencias, porque es más fácil soñar con tu propio remake de Atrapado en el tiempo que enfrentarte a la realidad de tener que crecer para superarlo.

Nos pasamos la vida operando en el marco de esa experiencia que nos marcó para siempre, intentando revivirla inconscientemente en distintas relaciones o distintas personas, como si el repetirla significase otra oportunidad para repararla. Nos internamos en los caminos que ya conocemos para llegar -una y otra vez- a los mismos lugares, hasta darnos cuenta de que nuestro propósito no era -como sentíamos- resucitar el pasado para poder volver a diseñarlo a nuestro gusto, de modo que no queden deudas que saldar o errores que perdonar y perdonarse.

La vida parece un discurrir caprichoso hasta que empezamos a sospechar que nos está llevando a un espacio muy concreto.

Siempre estuvo allí. Ese primer gran dolor que creíamos olvidado. Cuya persistencia llevamos años y años tratando de soslayar. Y sin embargo, algo tan leve, tan ignoto, que ha sido el apuntador que nos susurraba en todo momento el guion de lo que teníamos que vivir, de los sitios que debíamos visitar y de las personas de las que necesitábamos enamorarnos.

Nos pasamos el tiempo enzarzados en la lucha por ir parcheando las nuevas heridas y sin embargo, no damos la oportunidad de curar la herida primigenia.

Has visto tu dolor en el espejo y seguramente habrás dado la vuelta. O habrás roto el espejo. Pero a lo mejor ahora estás mirando ese dolor. Empezando a entender porqué eres lo que eres, a palpar los relieves de esa cicatriz que se abre y vomita el vacío, esta vez ya incontenible, que se iniciara quien sabe qué noche de los cristales rotos de tu vida.

Lo que llevas buscando desde que tienes memoria, está ahí dentro. Puedes seguir ignorándolo. No siempre estamos preparados para descoser la herida. Pero si ha llegado tu momento de tomar ese desvío desconocido en el camino de siempre, ¡adelante!. Te encontrarás en un espacio nuevo y profundamente incómodo, pero en el que ya no existen ni referentes externos, ni opiniones de otras personas, ni ideas inculcadas, ni expectativas sociales o sentimentales ni tampoco cualquier cosa que te hayan dicho que debías ser.

Aquí lo que encontrarás es el punto de partida para empezar a construir aquello que tú eres en esencia, sin otras verdades más que la única que se encuentra cuando te has conseguido divorciar de todas las demás opciones.

Las heridas que nunca acaban de cerrarse sólo pueden hacerlo con la misma herramienta con la que nos equiparon para afrontar la primera gran separación de nuestras vidas. Como el niño cuando lo desprenden del interior de la madre. Todo empieza…llorando.