Se puede sobrevivir sin emociones, pero no se puede vivir sin ellas.

Hace unos años, tuve un cliente que quiso empezar un proceso conmigo porque hacía mucho tiempo que se sentía vacío y no disfrutaba de su vida. Se trataba una persona joven, deportista, con mucha actividad social, independiente y con un buen trabajo, lo que vulgarmente se llamaría un soltero de oro. De cara al exterior, su vida no parecía tener ningún problema relevante…salvo el hecho de que tampoco parecía haber ninguna otra cosa particularmente relevante en su vida. Para compensar esta falta de relevancia, su búsqueda consistía en ir de una sensación intensa a otra, desde deportes de riesgo, hasta relaciones tóxicas, pasando por obsesiones puntuales que se desvanecían tan rápido como habían llegado.

Esta acumulación de intensidad había llenado temporalmente aquel vacío del que hablaba, pero inevitablemente, regresaba a él, una y otra vez. El vacío se correspondía por su incapacidad para disfrutar del día a día, de las cosas sencillas y su dificultad para construir experiencias más auténticas, conectadas con sus emociones.

La historia de muchas personas que se sienten vacías, es la historia de niños cuyas emociones y sentimientos fueron invalidados. Fueron educados con uno de estos dos objetivos: para complacer o para no molestar. A menudo, estos mismos niños eran humillados, ridiculizados o castigados por mostrar ira, o por expresar miedos, o por llorar, o por reclamar atención o cariño…o por manifestar cualquier tipo de emoción, sentimiento o necesidad que no fuera la que sus progenitores consideraran correcta

Mi cliente había vivido una infancia, en sus propias palabras, normal. Y no le faltaba razón. La mutilación emocional formó parte de una educación tan socialmente aceptada como la ablación del clítoris en las niñas de algunos países africanos. Todavía en esta época persiste y resiste este nefasto modelo educativo, amparándose en la idea de que respetar a los niños como si fueran personas y no tratarles como si fueran cosas, es de un tiquismiquis insoportable. Lo que cuesta comprender desde el otro lado, es cómo alguien considera soportable tratar así a un niño hoy en día.

El niño invalidado emocionalmente camina a la vida adulta con la idea de que existen emociones que debe tener y otras emociones que no debe tener. Cuando era pequeño, esta personita aprendió que ciertas cosas le granjeaban el cariño y cercanía de sus padres, mientras que otras cosas eran malas y debían ser suprimidas porque entonces, no sería amado ni aceptado.

Esta programación inconsciente es muy común, desde las manifestaciones más leves, hasta personas que sufren tormentos terribles por las contradicciones entre lo que necesitan sentir y lo que no se dan permiso para sentir. Pasando por todos los grados intermedios.

La desconexión emocional ha llegado a estar muy normalizada. Es impresionante comprobar cuántos adultos operan constantemente bajo la premisa de ser fuertes, aun cuando esta supuesta fortaleza es inexistente. En realidad, lo que entienden como ser fuertes, no tiene nada que ver con la cualidad de la fuerza, sino con la apariencia ante el exterior. La apariencia de fuerza significa realmente mostrarse insensible e imperturbable. Muérete por dentro, pero que no se note que te importa.

El hábito de hacer como si no se sintiese nada, va surgiendo y afianzándose a medida que descubrimos que nos ayuda a adaptarnos bien a, como decía Krishnamurti, una sociedad profundamente enferma. Para formar parte de un sistema enfermo, uno debe enfermarse. ¿Y cuál es la manera más efectiva de enfermarse? Negarse a uno mismo el ser y cifrar toda su valía en el hacer y conseguir.

Con esta operativa, hemos conseguido un ser humano cargado de neurosis, que buscará eternamente algo fuera sí, porque ha cerrado la puerta de acceso a lo único que podría salvarle: su propio yo.

Al desconectar de nuestras emociones, aceptamos intrínsecamente que somos cosas. Las cosas no sienten. Una cliente mía me hablaba de que cuando se encontraba triste y se echaba a llorar, su marido la rechazaba y se alejaba. Probablemente él mismo habría sufrido esta represión y habría aprendido a identificar la tristeza como algo indeseable que debía ser exterminado. Su imposibilidad de conectar con su propia tristeza, le incapacitaba para consolar o confortar a sus seres queridos y como consecuencia, convertía sus vínculos en algo mutuamente insatisfactorio.

Lo más duro de esta historia era que la mujer empezaba a obrar de la misma manera. Una persona que llora cuando está triste, es una persona emocionalmente sana, que está exteriorizando un sentimiento de la forma más normal, lógica y necesaria posible. Pero esta mujer ya estaba adoptando la misma visión que su pareja: mostrar tristeza está mal, porque hace que la persona que te ame te rechace. ¿Solución? Me tengo que hacer fuerte.

Y eligió hacerse insensible. Que no es lo mismo.

¿Cuáles son los mayores peligros de la desconexión emocional? Podríamos establecerlos en tres puntos principales:

  1. Menor salud y menor calidad de vida: las emociones que no se liberan, no desaparecen, por mucho que no las notemos. Se traducen en ansiedad y depresión, además de problemas físicos. Muchas personas que se han disociado de sus emociones, cargan especiales tensiones en ciertas partes de su cuerpo, en función del tipo emoción que están intentando suprimir. Por ejemplo, existe una afección muy común llamada bruxismo. La persona con bruxismo tiende a apretar mucho los dientes y la mandíbula. A largo plazo, el bruxismo desgasta y puede hasta romper piezas dentales, además de ocasionar migrañas y cefaleas por la presión continuada sobre la misma zona. El bruxismo está relacionado con la ira reprimida.
  2. Indefensión aprendida: se dice de aquella actitud por la cual nos sentimos incapaces de defendernos ante un ataque o agresión, permaneciendo en la pasividad. Es difícil que una persona que no tiene acceso a su rabia, reaccione ante ningún abuso.
  3. Relaciones personales deterioradas e insatisfactorias: como vemos en el caso de la cliente cuyo marido no soportaba verla llorar.

Ante décadas de continuada lucha para convertirnos en cosas al servicio de un sistema al que conviene mucho la productividad y muy poco el sentido de la humanidad, parece existir desde hace algún tiempo una tendencia opuesta. Aumenta la cantidad, calidad y variedad de distintas terapias cuyo objetivo final es realmente reconectar con lo emocional y también aumenta la demanda de un público cada vez más agotado de sufrir atropellos, de vivir relaciones tóxicas o de, como pasaba con mi cliente inicial, de sentirse vacíos (y fuertes).

Durante un evento informativo, conocí a una maestra de reiki que resultó ser, además, una mujer muy interesante. Le estuve preguntando por su trabajo, en qué consistía y qué resultados obtenía. El reiki es una técnica que consiste en alinear las energías mediante una serie de movimientos de manos, algo así como un masaje, pero sin necesidad de hacer contacto. En teoría, su objetivo es el de desbloquear los chakras. Esta maestra me explicaba que muchas de las personas con las que hacía esta terapia, lloraban profundamente durante la sesión. Me resultó muy intrigante que una persona se viese tan removida con una técnica que a mis ojos, parecía demasiado abstracta, así que decidí probarlo en persona.

La sesión de reiki consistía en estar unos 45 minutos tumbado. Me pidieron que cerrase los ojos, respirase profundamente y tratase de relajarme. El mero hecho de respirar profundamente, incluso antes de empezar con la técnica, me hizo sentir ganas de llorar. Al final de la sesión, le pregunté al reikista por qué podría suceder tal cosa. Su explicación fue que simplemente muchas personas nunca respiraban de verdad. Se pasaban el día haciendo cosas, tensos, con los músculos contraídos, todo lo cual bloqueaba la energía emocional. Cuando se les forzaba a relajarse (¡qué paradójica expresión!), empezaban a aflojar todas aquellas emociones que estaban ahí, arrojadas a un lado para no molestar en el incesante trajinar cotidiano.

He experimentado la misma sensación en otro tipo de disciplinas: meditación, hipnosis, conciertos de gong, yoga y terapia psicológica. Yo he sido y sigo siendo una persona muy sensible. Esto y otros factores me llevaron a aprender a disociar emociones desde niña, como un escudo para protegerme de un dolor para el que no tenía recursos. Me ha costado años de trabajo (y sigo en ello) volver a recuperar la capacidad emocional.

Yo nunca me preocupo cuando siento dolor o tristeza, miedo o enfado. De hecho, me alivia. Me parece muy saludable. Cuando recaigo en la disociación, es cuando me suenan las alarmas. Entonces trato de volver a mí a través de diversas estrategias que he ido adquiriendo con los años. Muchas de las personas que acuden a terapia o practican alguna disciplina alternativa, son personas que experimentan este vacío y están buscando recuperar la conexión consigo mismos. Al final, todas estas prácticas consisten básicamente en aprender a desarmarse y volver a ser vulnerables.

Una lectora me dio una idea muy bonita para un ejercicio muy sencillo. Ella contaba que algunas veces, cuando tenía un mal día, se bajaba a la plaza del mercado y sonreía a la gente. Muchos le devolvían la sonrisa. Me sorprende que ella le quitase importancia a aquel gesto. No se trataba sólo de sonreír, se trataba de comunicar a los demás que los veía, que no pasaban de largo sin más, que no eran cosas y que por tanto ella tampoco lo era.

Cierto que ahora se nos complica más, por el uso de mascarillas, pero a cambio nos da la oportunidad de utilizar la mirada, que tiene quizás aún más poder. Los ojos son muy expresivos.

Y de eso se trata este ejercicio. De mirar. Mirar es validar la existencia del otro. Validar la existencia del otro es asumir que es algo más que un fantasma: es un sujeto que siente y que padece, tan humano y tan valioso como uno mismo. El que valida, se valida.

Muchas personas que trabajan conmigo están desconectadas con su mundo emocional. Se castigan por su tristeza, por su enfado o por su deseo de ser felices. Cuando empiezan a dar valor a lo que sienten, cuando lo aceptan, mi sensación es algo similar a la aquella anécdota sobre el descubrimiento de la tumba de Tutankhamon. Cuando el equipo de excavación logró retirar todos los escombros que impedían el acceso a la tumba, Howard Carter, el arqueólogo que lideraba el proyecto, fue quien obtuvo la primera visión del hallazgo. Al preguntarle qué veía, él contestó: Veo cosas maravillosas.

Y es exactamente lo que veo cuando una persona retira sus creencias adquiridas, sus miedos y su coraza y por fin, se ve.

Las emociones son importantes, porque forman parte de un todo. Sin ellas, estamos escindidos y acabamos perdiendo el sentido de nuestra identidad. El trabajo de las emociones debería formar una parte esencial de la preparación para la existencia adulta. Porque una vida sin ser sentida, puede que sea funcional, pero nunca será vida.