Reinas del trapicheo afectivo, de la manipulación y del amor condicional: el contrato vincular de la madre narcisista siempre viene con letra pequeña y una singular cláusula: te querré…siempre que seas mi espejo.

El afán de empezar a hablar de las maternidades abusivas me lleva en primer lugar a cuestionar el mito de La Madre. Hasta no demasiado tiempo, la sombra de la maternidad era un tema bastante tabú que se hablaba en voz baja y en círculos íntimos. No es raro, pues, que exista en la actualidad una necesidad social de destapar los misterios de tal condición y empezar a desmitificarla, sacando a la luz no sólo las angustias y las contradicciones que acompañan a la maternidad, sino un lado aún más controvertido: las verdaderas malas madres.

Aunque ahora empezamos a reconocer que existen muchos tipos de madres (porque las madres son personas, no arquetipos), todavía tendemos a encasillar a la mujer con hijos como La Madre y atribuirle una serie de atributos que al parecer, van irremediablemente asociados al hecho de tener un útero productivo. Tener un útero productivo no te convierte automáticamente en un dechado de cuidados, sacrificios y entrega incondicional.

Aunque una gran cantidad de mujeres sí estén conectadas con esos instintos, la realidad es que hay otras mujeres que no lo sienten así. No son pocas quienes descubren que tras dar a luz, se encuentran enormemente deprimidas, o se descubren con miedos y neurosis, o acaban arrepintiéndose de haber sucumbido a la presión social por tener hijos, o al reloj biológico o a cualquier otra cosa. Esto no las convierte necesariamente en perversas o manipuladoras; simplemente revela que la maternidad real es mucho más compleja que la mitología superficial de La Madre. Afortunadamente.

Vamos al tema que nos ocupa. ¿Qué hay de la mamá narcisista? Esta figura familiar se distingue porque no sólo dista radicalmente de cualquier atisbo de maternidad – ideal o real – sino porque es, en esencia, lo opuesto.

Si la función biológica de una madre es nutrir, promover el crecimiento, construir el apego, en estos casos nos encontramos con todo lo contrario: los niños que se crían a la sombra de estas reinas serán desnutridos, desvitalizados y no se les va a permitir crecer. Su función no es ser autónomos, ni ejercer una personalidad propia, sino servir como perfecta extensión del hambriento ego de mamá que utilizará a sus hijos/pareja como analgésico para calmar sus propias carencias de amor.

Esta progenitora ejerce un tremendo sentido del derecho: sus necesidades están por encima de todo y de todos. Experta en mirarse el ombligo, autocompadecerse y justificarse todo tipo de tropelías, no será menos egocéntrica con su descendencia. Los niños vienen al mundo no para ser ellos mismos, sino para desempeñar un papel nada estelar en la narrativa narcisista de la progenitora (engrandecer su imagen, servir de suministro afectivo, etc). ¿Sienten algún tipo de afecto estas madres? Difícil respuesta. Es posible que sí, pero es un afecto indudablemente muy distorsionado.

Si os interesa el tema del eneagrama – una herramienta de autoconocimiento que establece 9 tipos de personalidades- , una buena semblanza de la típica madre narcisista nos aparece en las características del Eneatipo 2, del que que podéis encontrar una descripción muy completa aquí.

Se cree que el narcisismo se origina en dos tipos de situaciones: o bien hablamos de infancias traumáticas y plagadas de desafecto y maltrato; o bien de crianzas consentidoras y carentes de límites. En realidad ambos modelos son agresivos para el desarrollo del niño. La única diferencia es que en el primer caso, es una agresión directa (más habitual cuando el narcisista es el padre) y en el segundo, el abuso encubierto acontece muy engañosamente tras tiernas palabras, generosidad y regalos (más común en el caso de la madre).

Es común que también exista una mezcla. Encontramos muchas veces que, al lado de un progenitor narcisista, hay un progenitor facilitador o ausente; tampoco es raro que los niños reciban una confusa ambivalencia entre un trato de principitos y princesitas y un machaque sistemático de sus necesidades y sus personalidades.

La figura facilitadora, a la que se suele identificar como el bueno o el normal, dista mucho de ser bueno y normal: puede ser igual o más perniciosa que la figura abusiva. Como decía una amiga cercana que creció en un sistema familiar de este estilo: mi madre es una señora trastornada y la puedo perdonar; pero lo que nunca podré entender es porqué mi padre nunca intervino por nosotros.

Tanto padre como madre en estos casos vienen de familias con mecanismos similares y siguen encarnándolos con fiel regularidad. Los patrones narcisistas-codependientes (que son dos caras de la misma moneda traumática) suelen perpetuarse a través de diversas generaciones y son extremadamente cíclicos, repetitivos y contagiosos.

Lo que hará esta señora tan particular es hacer lo que hacemos lo seres humanos desde el principio de los tiempos: enseñar lo que a ella misma le enseñaron. Si nadie interrumpe este discurrir generacional, los siguientes harán lo mismo y los siguientes, etcétera…

¿Qué caracteriza a una madre narcisista?. Voy a hablar de rasgos comunes, porque puede algunas cosas pueden ser variables en cada historia particular.

En primer lugar, las madres de esta índole viven – como todo narcisista – por y para la validación externa. Yo suelo explicar una alegoría que se entiende muy bien: el narcisismo es algo así como tener una hermosísima casa, con una fachada impecable, que admiran todos los vecinos al pasar: y que cuando entras en su interior, es una vivienda sucia, caótica y desagradable.

Una de las cosas más duras y complejas de aceptar para los hijos es que para mamá sea más importante aparentar, que ser. Que lo que piensen los extraños es más importante que amar y tratar bien a los hijos. Pero éste va a ser el surrealista principio de crianza que rija ese hogar.

En segundo lugar, la madre narcisista establece en el ambiente familiar un clima de guerra, de competitividad mal entendida, de triangulación y de invalidación. Como son personas subdesarrolladas en lo afectivo y tampoco tienen conexión con su propio ser, sustituyen ese vacío con control y poder. Su lenguaje afectivo se basa en estos parámetros:

  • Si me amas, sufrirás por mí.
  • Si me amas, harás cosas por mí.
  • Hago cosas por ti para que tú me necesites.
  • Si te rebelas o tienes personalidad propia, no me amas.
  • Sólo te amo si eres como yo quiero y no como eres.
  • Y el clásico: con todo lo que he hecho por ti ¡y así me lo pagas!

Los niños, que son muy adaptativos para lo bueno y para lo malo, empiezan a aprender a interiorizar las extrañas reglas de mamá, leer los estados emocionales de mamá, a prevenir los cambios de mamá y a tratar de averiguar qué es lo que tienen que hacer para que mamá esté contenta y les dé premio. Se vuelven criaturas hipersensibles, con un afinadísimo sistema de alerta y gran parte de su energía se concentra en lograr desarrollarse bajo ese estado de guerra que rige el hogar.

Si esto supone suprimir sus deseos y necesidades, callar, decir cuando quieren decir no y no cuando quieren decir , fingir personalidades de mentira o complacer al máximo, lo harán. No se les va a permitir ser ellos mismos. No se les va a permitir expresar un deseo propio o una emoción que no encaje con la narrativa familiar.

A veces, obtienen la tan ansiada aprobación de mamá, con el subidón correspondiente. Como ella es bastante imprevisible, al día siguiente vendrá un nuevo desaire y volverán a currárselo para ganar el afecto. Aquí se empieza a instituir la base para relacionarse a través del refuerzo intermitente

La aprobación de mamá viene con un precio tan alto que no bastará una vida para pagarlo. Depresión, ansiedad, vínculos de maltrato, dependencia emocional, adicciones y compulsiones de todo tipo son algunos problemas que acarrean comúnmente los hijos de estas familias.

En ellos, suelen existir dos roles típicos que se describen habitualmente: el del niño dorado, que absorbe todo esto como una esponjita y entra a jugar al juego de tronos familiar, convirtiéndose en la edad adulta en una perfecta réplica de mamá. Y el denominado chivo expiatorio, que es el hijo al que se castiga porque no encaja en la abusocracia del clan (tenemos una buena muestra en el cuento El patito feo).

Durante el transcurso de su vida, la persona tenderá a desempeñar uno de estos roles o alternar entre ambos.

Sean chivos expiatorios, niños dorados o mitad y mitad, el caso es que estos niños salen al mundo perfectamente enseñados para sobrevivir, pero con poca o ninguna idea de lo que significa vivir. Para vivir se necesita habitar el ser y ese ser ha sido negado sistemáticamente desde el principio.

La castración emocional de la madre narcisista marca distintivamente: quienes se crían en estas circunstancias acarrean una profunda herida de rechazo y de abandono. Desarrollan diversas estrategias para sobrecompensar estas heridas (perfeccionismo, buenismo, agresividad, complacencia, autoexigencia, etc), pero todas y cada una de ellas sólo les llevan a la constatación repetitiva de una amarga verdad: que nada ni nadie puede devolverles el amor de la madre que nunca tuvieron.

No hay esfuerzos, logros, engaños, sacrificios, favores o aplausos suficientes en este mundo para darle la vuelta al reloj y recuperar la infancia perdida.

Paradójicamente, el (dolorosísimo) punto cero de la sanación empieza con ese planteamiento.

Mi madre no supo quererme.

Renunciar a la idea del Paraíso Perdido es un bocado duro de roer: significa entender y aceptar que no hay un Salvador, soltar las fantasías de control que adquirieron en el ámbito familiar y entender que lo que vivieron no es su culpa. Le sucedió algo que no debería suceder, porque el mundo puede ser un lugar muy enfermo y pasan éstas y otras calamidades.

Es muy importante poder liberarse de la culpabilidad, siendo esto un escollo muy complicado para la recuperación porque la culpabilidad está vinculada, en estos casos, a una creencia de tener el control. Si no me dieron afecto, es porque yo no hice algo bien y si sé hacer las cosas bien, conseguiré afecto.

De ninguna manera es así. Los niños son merecedores de amor tal y como son y si los progenitores no pueden amarles adecuadamente, esto responde a un déficit del adulto, jamás de la criatura. No podían haber hecho nada para cambiar las cosas. Aceptar esto también es sumamente doloroso, pero muy liberador, si la persona logra llegar a tal nivel de consciencia. Si no es así, la persona inevitablemente seguirá atrapada en lo que Jung llamaba el arquetipo del Huérfano.

El niño-adulto de la familia disfuncional crece no pudiendo creer que el afecto es un manantial que fluye sin que haya necesidad de manipularlo, negarse, engañar o someterse. El maltrato o negligencia recibido en casa a partir de la figura materna les priva de la capacidad de la confiar, no pudiendo resolver la primera etapa del desarrollo que promulgaba Erik Erikson en su teoría del desarrollo psicosocial.

Este temprano aprendizaje llevará al futuro adulto a manejarse en una constante imposible: el deseo desesperado por lograr amor y la incapacidad para recibirlo, y mucho menos, darlo. En el mejor de los casos se tratará de experiencias más bien breves y asépticas; y en el peor de los casos, estas personas encadenarán relaciones abusivas o codependientes, tal y como vivieron en la casa de su padre y en su madre.

Aunque el sentido común dicta que es imposible sanarse si se siguen alimentando los mismos hábitos que hicieron que apareciese la enfermedad, el niño herido sólo escucha su dolor y su vacío y su eterna fantasía de rescate, que lejos de rescatarle, le va sumergiendo en situaciones cada vez más degradantes y autodestructivas. Seguir por el camino del trauma no es una decisión, es una compulsión.

A pesar de que el panorama no pinta bonito, sí es posible salir de esta rueda de dolor y romper el paradigma. No es nada fácil y ni estas personas – ni nadie en general con una infancia traumática – borran al 100% las secuelas de estas vivencias tempranas, pero aun con ello, es posible tener una existencia más plena y satisfactoria que la de la mera supervivencia.

Por ello, una buena forma de transitar el daño sufrido es no apropiándoselo: si mi madre no me quiso adecuadamente, no es porque yo no haya hecho las cosas bien, no es porque yo haya fallado o porque no valga lo suficiente; es porque mi madre no puede querer adecuadamente y yo no puedo hacer nada al respecto. Me alejo de ella o la acepto como es y aprendo a lidiarla sin que me perjudique, pero no voy a cambiar lo que fue, ni lo que hizo, ni va a convertirse en otra persona que no es para compensármelo.

Ninguna otra persona en el mundo puede resolver mi dolor infantil, porque ni son mi madre, ni yo ya puedo volver a ser un bebé que acaba de nacer.

Conectar con el propio dolor del abandono y el rechazo -permitir que importen y sean honrados, en lugar de camuflarlos- lleva al desarrollo del amor compasivo, que empieza por uno mismo y está despojado de victimismos y búsquedas de culpables. Esto también es difícil: porque en la casa familiar se ha enseñado a normalizar y minimizar el maltrato, incluso a esconderlo y fingir que todo está muy bien. Hay que sacar al niño del desván y dejar que exprese su ira, su rabia, su llanto, su dolor, porque ha sufrido algo horrible y tiene todo el derecho del mundo a revindicarlo, a reconocerlo y a liberarse de la vergüenza a la que somete el secreto familiar.

Utilizando el lema del reciente caso de Gisele Pelicot: la vergüenza debe cambiar de bando.

Desde ese amor compasivo, es posible acoger al niño interior e ir reconstruyendo, poco a poco, el ser perdido, abandonado el espacio temeroso y encogido bajo la sombra de la madre narcisista.

Alejandro Jodorowsky afirmaba que los árboles genealógicos sanos no existen, porque vivimos en una sociedad enferma. Hay algo profundamente subversivo y bello en el gesto de quien decide no repetir la historia. El árbol familiar no se elige, pero sí podemos decidir qué raíces regamos, qué frutos ofrecemos al mundo, y en qué rama nos negamos a que nos cuelguen.

El inicio del camino no está en seguir pidiendo amor donde no lo hubo, sino en dejar de hacerlo. Reconocerlo sin culpas. Y empezar a darnos a nosotros mismos lo que nunca recibimos. Por nosotros y por todos los que vendrán. Ahí empieza todo.

El ruiseñor se niega a anidar en la jaula, para que la esclavitud no sea el destino de su cría (Khalil Gibran)

————————-NOTA FINAL———————–

Esto no es, ni pretende ser un artículo de psicología clínica, sino una reflexión personal apuntalada por diversos testimonios y fuentes bibliográficas que podéis encontrar al final. El tema es muy extenso y complejo y no puede cubrirse en una sola publicación. Para saber más, os recomiendo orientación profesional o lectura de material más especializado.

Aprovecho para agradecer a todas las personas que han compartido sus experiencias de infancia conmigo y que han querido formar parte de este alegato como parte de sus procesos de sanación. El maltrato infantil, ya sea físico, emocional o psicológico sigue siendo, a día de hoy, una de las lacras más terribles que existen y se necesitan muchas agallas para abrir el arcón de los secretos familiares y atreverse a desafiar el paradigma. Por vosotros va este artículo.

Fuentes de consulta:

La maternidad y el encuentro con la propia sombra (Laura Guttman).

El narcisismo: la enfermedad de nuestro tiempo (Alexander Lowen).

Orgullo: Caprichosos, histriónicos y conquistadores (Claudio Naranjo)

El héroe interior (Carol S. Pearson)

El desarrollo psicosocial (Erik Erikson)

Mujeres que corren con los lobos (Clarissa Pinkola Estés)